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Los hijos de la miseria

Viajamos mal por el mundo, pues nuestros ojos se cierran ante los destellos de los agasajos, y ofuscados por la comodidad rechazamos todo aquello que se aparta de nuestros objetivos. Cuando nos invitan a congresos, a ferias señaladas, a reuniones en grandes efemérides, solo vemos los fragmentos históricos de las ciudades, los centros culturales de moda o los lujosos hoteles en donde generosamente nos instalan. Nuestros anfitriones, con nuestro consentimiento implícito, se asocian entre ellos para que no recorramos nunca los barrios del cartón y la uralita. Pero somos nosotros los que no queremos ver “los prodigios de la ciencia moderna”, como el arrancar los ojos a niños pobres para, mediante una red de tráfico de órganos de eficacia infernal, trasplantárselos a quien los pague mejor; de igual modo, los riñones, las médulas…

Si tuviésemos, pues, valor, veríamos a esos niños que muestran las cicatrices bajo las que queda la oquedad de un riñón robado que había que poner a un millonario anónimo; algunos muestran en ambos ojos las cuencas vacías. De la misma forma, cerraríamos esas clínicas psiquiátricas donde las pacientes mentales son violadas para vender después sus hijos a prósperas familias de clase media. Tampoco habría lugar para el espanto que nos producen determinadas declaraciones: “En mis ratos libres me dedicaba a robar córneas de los ojos de los cadáveres”… Si tuviésemos valor, desafueros como esos no sucederían en nuestro mundo.

Con esos sucios juegos de la sociedad flotando por mi conciencia me dan arcadas, un asco invencible. Y es que no queremos ver los infinitos atropellos que se cometen contra la vida. Seguimos cerrando los ojos ante ellos, ante esas niñas de ocho o 10 años que ofrecen sus morritos pintarrajeados a turbios enfermos sexuales, ante los niños que son vendidos o expulsados de sus casas por la miseria, ante los que son víctimas del tráfico de órganos, y ante los que son apaleados sin compasión porque con su mendicidad incomodan a los turistas y enojan a los mercaderes.

Necesitamos despertar de una vez, abrir los ojos ante esos niños callejeros que, cuando no se les mata, se les explota sin compasión, por lo que muchos de ellos a partir de los 10 años tienen cara de adultos; y sus padres, a partir de los 40, de ancianos. Pero seguimos tapándonos los ojos ante el hambre, la mendicidad, la explotación infantil o los asesinatos de niños. Y esas epidemias continúan extendiéndose por nuestro mundo.

* es periodista freelance y escritor español.