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Thursday 18 Apr 2024 | Actualizado a 11:55 AM

Un futuro más verde y decente

La sostenibilidad ambiental también es imprescindible desde la perspectiva del mercado de trabajo.

Por Guy Ryder

/ 4 de junio de 2017 / 13:03

El cambio climático es el resultado de las actividades humanas. Y una gran parte de estas actividades están relacionadas con el trabajo. Es lógico, entonces, que el mundo del trabajo desempeñe un papel clave en la búsqueda de una solución a esta cuestión urgente.

La capacidad del calentamiento global climático de causar daños a la infraestructura, afectar a las empresas y destruir empleos y medios de vida ha quedado claramente demostrada. Enfrentamos estos desafíos a una escala sin precedentes, todos los días. Tanto las empresas como los trabajadores se ven afectados. Esto es particularmente cierto para las poblaciones pobres, los trabajadores por cuenta propia, y aquellos que tienen empleos informales, ocasionales o estacionales, quienes con frecuencia carecen de una protección social adecuada y tienen un acceso limitado a oportunidades de ingreso alternativas.

Pero el mundo no tiene que elegir entre la creación de empleos y la preservación del medioambiente. La sostenibilidad ambiental es imprescindible también desde la perspectiva del mercado de trabajo. Es cierto, en el camino hacia una economía más sostenible desaparecerán muchos tipos de empleo que existen hoy día, en particular en actividades altamente contaminantes y que consumen mucha energía. Otros serán sustituidos o adaptados. Pero al mismo tiempo se crearán nuevos empleos.

Las economías más verdes pueden ser motores del crecimiento, tanto en las economías avanzadas como en las economías en desarrollo.

Pueden generar empleos verdes que contribuyan de manera significativa a la adaptación y mitigación del cambio climático, y también a la erradicación de la pobreza y a la inclusión social.

Este proceso ya está en marcha. La Agencia Internacional de Energías Renovables dijo que en 2015 el empleo en el sector de la energía renovable se elevó a 8,1 millones de puestos de trabajo, 5% más que el año anterior. Es probable que sectores como la silvicultura, la energía, el reciclaje, el transporte y la agricultura se beneficien mucho de la transición hacia una economía verde. Pero el desafío no es solo crear más empleos. También es importante la calidad de estos empleos. Es necesario buscar el desarrollo sostenible teniendo en cuenta su dimensión económica y social, no solo sus consecuencias sobre el medio ambiente.

Si nuestro objetivo es lograr una transición justa y exitosa hacia una economía verde, entonces necesitamos una reglamentación previsible y apropiada. Para lograrlo, los gobiernos deben trabajar conjuntamente con las organizaciones de empleadores y de trabajadores. Esta será una de las principales cuestiones que se discutirán durante la Conferencia Internacional del Trabajo, que comienza el 5 de junio.

El desarrollo de competencias y la protección social son otros dos ingredientes de una transición justa, ya que han demostrado su potencial para facilitar cambios socialmente aceptables y beneficiosos para los trabajadores. El calentamiento global no respeta las fronteras geográficas ni las fronteras entre las instituciones. Es necesario que los gobiernos y las diversas organizaciones del sistema multilateral trabajen juntas de manera coherente para alcanzar objetivos comunes.

Un futuro más verde no será decente por defecto, sino por elección. De manera que no solo celebremos el Día Mundial del Medio Ambiente, transformémoslo en un motivo para poner en acción nuestra voluntad política.   

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¿Nueva normalidad..? ¡Una normalidad mejor!

Esta pandemia ha revelado de la manera más cruel la extraordinaria precariedad y las injusticias de nuestro mundo laboral.

Por Guy Ryder

/ 1 de mayo de 2020 / 06:47

En esta época marcada por el COVID-19, nuestro gran reto es encontrar la forma de protegernos del virus, a nosotros y a nuestras familias, y conservar nuestros empleos. Para los responsables políticos, esto se traduce en superar la pandemia sin a la vez causar daños irreversibles a la economía.

Con 3,3 millones de infecciones y más de 230.000 víctimas mortales del virus hasta la fecha a nivel mundial, y con una previsión para mediados de año de una pérdida equivalente a 305 millones de puestos de trabajo en el mundo, lo que hay en juego no tiene precedentes. En búsqueda de las mejores soluciones, los gobiernos continúan escuchando a la ciencia, sin contemplar las evidentes ventajas de una mayor cooperación internacional para dar una respuesta necesariamente global a un reto global.

Con la batalla contra el COVID-19 sin ganar aún, se ha instalado la idea de que lo que nos espera tras la victoria es una “nueva normalidad” en la forma de organizar la sociedad y en la forma de trabajar. No es nada tranquilizador. Y no lo es porque nadie sabe explicar en qué consistirá esta nueva normalidad. Parece que será dictada por las limitaciones impuestas por la pandemia y no por nuestras elecciones y preferencias.

Ya hemos oído esto antes. Lo oímos en la crisis de 2008-2009 cuando nos dijeron que, una vez inoculada la vacuna contra el virus de los excesos financieros, la economía mundial sería más segura, más justa y más sostenible. Y no fue así. Se restableció la antigua normalidad, castigando duramente a la población más desfavorecida, y dejándola en peor situación. Así pues, el 1 de mayo, Día Internacional del Trabajador, es la perfecta ocasión para examinar más de cerca esta nueva normalidad, y para comenzar la tarea de forjar una normalidad mejor, no tanto para los que ya tienen mucho, sino para los que tienen demasiado poco.

Esta pandemia ha revelado de la manera más cruel la extraordinaria precariedad y las injusticias de nuestro mundo laboral. Se trata de la destrucción de los medios de vida de la economía informal (en la que se ganan la vida seis de cada diez trabajadores) la que ha provocado las advertencias de nuestros colegas del Programa Mundial de Alimentos sobre la pandemia de hambre que se avecina. Se trata de los agujeros enormes de los sistemas de protección social, incluso de los países más ricos, que han dejado a millones de persona en situación muy precaria.

Se trata de la falta de garantías de seguridad en el trabajo, que cada año condena a casi 3 millones de personas a morir debido al trabajo que realizan. Y se trata de la dinámica incontrolada de la creciente desigualdad que hace que, si en términos médicos, el virus no discrimina entre sus víctimas, en su impacto social y económico, discrimina brutalmente a los más pobres y vulnerables.

Lo único que debería sorprendernos en todo esto es que estamos sorprendidos. Antes de la pandemia, la falta de trabajo decente se manifestaba principalmente en episodios individuales de desesperación silenciosa. Ha sido necesaria la calamidad del COVID-19 para sumarlos al cataclismo social colectivo que el mundo afronta hoy. Pero siempre se supo: sencillamente, optamos por no preocuparnos. En general, las decisiones políticas, por acción u omisión, más que aliviar el problema, lo agravaron.

Hace 52 años, en un discurso a los trabajadores sanitarios en huelga, y en vísperas de su asesinato, Martin Luther King recordó al mundo la dignidad inherente a todo trabajo. En la actualidad, el virus ha vuelto a poner de manifiesto la función siempre esencial, y en ocasiones épica, de los héroes que trabajan en esta pandemia. Son personas por lo general invisibles, ignoradas, infravaloradas, incluso ninguneadas, que con demasiada frecuencia figuran en la categoría de trabajadores pobres y en situación de inseguridad: los trabajadores de la salud y de los servicios de prestación de cuidados, el personal de limpieza, las cajeras y cajeros de supermercados, el personal del transporte. Hoy, negar la dignidad a estas y a otros tantos millones de personas, es el símbolo de los errores políticos pasados y de nuestras responsabilidades futuras. Esperemos que para el Día del Trabajador del próximo año la emergencia del COVID-19 haya quedado atrás. Pero tendremos ante nosotros la tarea de forjar un futuro del trabajo que resuelva las injusticias que la pandemia ha dejado al descubierto, junto con otros retos permanentes, imposibles de postergar: la transición climática, digital y demográfica. Esto es lo que define “una normalidad mejor” que ha de ser el legado perdurable de la emergencia sanitaria mundial de 2020.

Guy Ryder, director general de la Organización Internacional del Trabajo (OIT)

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