Voces

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Viglietti, uno en todos

Las horas a su lado se minutean con retazos memoriosos y forman relojes marcadores de vivencias.

/ 14 de junio de 2017 / 04:46

Fiel a la historia de su tiempo, reconcentrado en su canto y pulsando la guitarra al modo de Falú o don Atahuallpa, el legendario Daniel Viglietti espera que el público acabe de aplaudirle y cuenta que su canción Dale tu mano al indio, compuesta en 1973, tuvo tantos agregados como intérpretes en el Cono Sur. Los cantores de la resistencia en el siglo pasado, dice, cambiaban el verso aquel de “la guitarra americana peleando aprendiendo a cantar”, por lo que ellos creían propicio para que sus pueblos tomen la canción como suya. “No lo digo como queja, al contrario”, aclara y cuenta que un cambio que le gustó fue el de Benjo Cruz, quien le puso que “el charango boliviano peleando…”. Pero Viglietti precisa: “los que en su canto omiten nombrar al autor incurren en plagio, y eso sí me violenta, me encorajina”. A Víctor Heredia se le atribuye el aforismo: “Todo plagio me da coraje”.

Narra Viglietti que Benjo Cruz “era un juglar que un día decidió cambiar su guitarra por un fusil y se marchó al monte con otros guerrilleros para hacer algo más que darle la mano al indio”. Rasguea su instrumento y afirma que el presidente Evo “me da confianza por su gestión en defensa de la gente más jodida de su patria”.

Canta-cuenta que hizo la canción Cruz de Luz en La Habana en homenaje al cura guerrillero Camilo Torres, y la memoria histórica se vuelve al domingo 22 de agosto de 1971 en que una multitud de paceños indóciles cargó al cementerio el féretro del oblato Mauricio Lefebvre, asesinado en La Paz un día antes por los fascistas de Banzer. Aquel cortejo avanzó cantando una parodia del épico canto: “donde cayó Mauricio se alzó una cruz, pero no de tristeza, sino de luz”.

Porque los pueblos necesitan mantener de pie su identidad, es que encargan a sus cantores y poetas documentar victorias, derrotas y desvelos en coplas para que las entonen los otros pueblos que vienen. De eso se trata la memoria histórica. Y en eso incide Viglietti cuando ambos tomamos vino en lo más alto de la noche y me pregunta por Matilde Casazola, a quien dice querer y admirar mucho, y menciona a Ernesto Cavour y Domínguez, “porque sé de la Peña Nayra y de los Los Jairas”.

Abre tamaño ojos cuando le comento que Matilde tenía por compañero sentimental, en los años 60, a un artista uruguayo; yo los conocí en La Paz, le digo. En otro rato, su esposa María de Lourdes, que es mexicana, nota que mis ojos se vidrian cuando Daniel canturrea una antiquísima plegaria aymara boliviana con quenas: “Sal, lucero del alba, de ojos hermosos, y mira que el que te quiere en la puerta de tu casa está llorando…”.

Al día siguiente, el reciente sábado 10 de junio, ante unas 2.000 personas congregadas en una explanada de la Ciudad de México, Viglietti ofrece un recital de dos horas donde defiende a Venezuela, “demonizada”, dice, por los que quieren destruir la revolución bolivariana “como hicieron con Allende”. Habla de los “intelecuáles” (sic) de izquierda copados por la socialdemocracia y defiende a Cuba, nombra a Fidel y al Che, a Lula, Maduro y a Evo, a Miguel D’Escoto (cura sandinista fallecido hace cinco días). Es de los que nunca vendieron su canto, que además corean las muchedumbres desde hace más de 50 años. El masivo y bronco público lo aplaude y lanza vivas a los pueblos que resisten.

Por la noche Viglietti se junta con más gente que lo quiere y lo sigue “desde que empezaste, el año 65”. El uruguayo de 77 años revela entonces que en su juventud aprendió “algo boliviano que nunca se me olvidó”, y entona: “Quicharirillahuay, vidita, mana suachu cani, wawayquic munasqan tolquetayqui cani…” Emocionado y a punto de llanto, me uno a su voz y completo la estrofa en quechua de aquel huayño de los años 50: “Pisqosca pajaruska, pata patamanta chulluj kasqa zapallusta (…)”.

Es que las horas a su lado se minutean con retazos memoriosos y forman relojes marcadores de vivencias. La vida se desempolva y acicala para hacer valer su presente y dar cara al futuro que aún queda, porque si uno no es amigo, ¿qué carajos es?

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T’antawawas y calaveras

/ 1 de noviembre de 2017 / 04:10

Íbamos en Todos Santos por las calles con unas bolsas de tela para ganarnos el pan rezando en los altarcitos de ofrenda a los difuntos que volvían al pueblo. “Alabado sal señor sacramiento del altar (…)”, cantábamos luego de la estrofa voceada por nuestro corero; los deudos nos pagaban con dos o tres t’antawawas (panecillos) por nuca.

En Llallagua y Siglo XX había hasta cuatro altares por cuadra, en memoria de los fallecidos ese año, o sea unas 500 mesas de ofrenda. Por eso, las t’ojpas (pandillas) de niños no competíamos, ya que había panes santos para todos.

Las coplas de los alabados eran de burla a la muerte y muy pícaras las que se cantaban en quechua. Al galope del recuerdo recopilé en los años noventa varias de ellas y las publiqué en Wipalabra, mi columna opinante en el diario Presencia que dirigía Ana María Campero (que ambos descansen en paz).

Sirva el introito para abordar las calacas mexicanas que se publican en estas fechas; son textos de epitafios y/o lápidas satíricas con alusiones directas a políticos, artistas y toda gente famosa que se supone estará muerta por hoy y mañana, y a la que se le dirá todo cuanto no se pudo en vida. Ejemplo: Aquí yace Peña Nieto / al que apodaban Estulto, / no lo enterraron de feto/ y hoy lo padecen de adulto.

La calaca o calavera es creación popular festiva compuesta por un lapidista (hacedor de lápidas) en nombre del pueblo; el aludido no tiene que enojarse en público porque le irá peor. Es un pacto que se respeta para que viva la tradición.

Ahora, ante este altar miercolizado de La Razón, quisiera rezar algunas calaveras avaladas por doña Muerte, Calaca o Catrina a mi lado, y a la que apodaré bolivianamente Sajra (mala), Chojra (flaca), Tullus (huesos), etecé. Aquí voy, pues.

• Lápida para Donald Trump: en su cuerpo putrefacto / los gusanos regurgitan, tratan de pasarlo al tracto / ¡pero al tiro lo vomitan!

• De Tuto: retírate Tuto en paz / si ya dos veces perdiste, / vos no resucitarás / si con Banzer te moriste.

• De una tal Gabriela: dos abogados de oficio / manipulan a Zapata, / con un hijito ficticio / meten plata-sacan plata… / La Tullus ve el maleficio / ¡y todo lo desbarata!

• Epitafio para una mafia: insulta, aplaude, da tunda, / prensa que afloja y estira, / pinche tumba nauseabunda / ¡el cártel de la mentira!

• De algunas parroquias: el narco dona dinero / en los nichos del pecado / y la Chojra escucha al clero / rezando: Dios sea lavado.

• De Doria Medina: en dos ataúdes expira / el que traficaba a solas, / en uno Doria Mentira / y en otro, el llamado Bolas.

• De Luis Almagro: la Sajra aunque no se crea / lo manda al diablo en un brete / porque es dentro de la OEA / almagro-será y ojete.

• Otra de Trump: la Parca mira el futuro/ de Trump y su gran locura, / con rabia deshace el muro / ¡y lo vuelve sepultura!

• Para mis musas: contra el machismo de frente / va la mujer boliviana, / al verla guapa y valiente / ¡la Chojra se hace lesbiana!

• Mi epitafio: este cadáver chiquito / sufre su prestigio en mengua, / pues se envenenó solito / cuando se mordió la lengua.

• Calavera fija-lija: que la muerte sin alarde / vaya a vivir en Tarija / ¡pa’que siempre lleeegue taaarde!

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Rius y Bolivia

En febrero de 1972, el gran caricaturista mexicano Rius dedicó una edición de su revista Los  Agachados a Bolivia.

/ 23 de agosto de 2017 / 04:14

En febrero de 1972, el gran caricaturista mexicano Eduardo del Río García, mejor conocido como Rius, fallecido hace poco, dedicó una edición de su revista semanal Los Agachados a Bolivia, con motivo del golpe fascista de Banzer contra el gobierno de Juan José Torres, registrado en agosto del año anterior.

Esa publicación fue hecha por el dibujante Clovis Díaz y yo, que puse los textos, a invitación del propio Rius, quien nos visitó en enero de 1972 en el hotel Edison del DF, donde estábamos alojados 46 asilados políticos.

Clovis era un cartonista de revistas y diarios en La Paz y yo cargaba famita de humorista por mis escritos periodísticos y por un programa radial de sátira política, Olla de Grillos (1966-1971), de oposición al dictador Barrientos. Ambos trabajamos el ensayo gráfico y fuimos a mostrárselo a Rius en Cuernavaca, donde residía.

Aquella publicación de Los Agachados, “hecha al alimón por Coco Manto y Clovis Díaz”, como se escribió en la lista de créditos, traía una tapa impactante: un título “Bolivia” y en el gráfico un monigote militar cabalgando (¡arre, arre!) sobre el principal monolito de Tiwanaku. El genial Rius le puso un toque de dramatismo a ese cuadro al dibujar dos lagrimones chorreando por la cara del inmemorial monumento pétreo.

En las 36 páginas interiores nuestra historia coloreada con textos de amargo humor, sarcasmo mal disimulado de dos sobrevivientes del golpe aplicado al Jotajota Torres hace, con antier, 46 años, por gorilas, movimientistas, falangistas y paramilitares argentinos, brasileños y marines excombatientes de Vietnam llegados al país como turistas. Pobre Torres, de veras, también ferozmente atacado por la Asamblea Popular que manipulaban los trotskistas con el Filipo Escóbar a la cabeza.

Aquella edición de Los Agachados, con un tiraje de 250.000 ejemplares, se vendió en dos días. Después, yo me fui al Perú y allí laboré hasta 1977 en el diario Expreso. Retorné a Bolivia con la amnistía de 1978, pero el golpe delincuencial de García Meza me hizo volver a México. En noviembre de 1981 entré al diario Excélsior, donde estuve hasta el 2005. En ese cuarto de siglo me topé con Rius en encuentros intrascendentes rubricados por su típico “ainos” (ahí nos vemos) y chau.

En los años 90, propuse a Erbol de La Paz una entrevista sobre la vida y obra del gran Rius. Los directivos, Freddy Morales y Ronald Grebe, me autorizaron el trabajo que, hoy lo confieso, me costó mucho hacerlo por una incomprensible reticencia de Eduardo del Río hacia mí. Accedió al fin y me envió por télex unos gráficos y un par de contestaciones escuetas. Ese reportaje se publicó a página llena en el diario Presencia.

El corresponsal del Excélsior en Cuernavaca le llevó la publicación y me contó después que Rius vio la página, esbozó una sonrisita y murmuró: “dile a Coco que tá bonito y cha gracias”. Un día supe la razón de su reserva. Aunque ante amigos comunes dizque celebraba mis epigramas (publiqué más de 10.000), no le gustaba que yo estuviese en el Excélsior al mando de Regino Díaz Redondo, un personaje que se enemistó a muerte con Julio Scherer García, el hombre símbolo del periodismo revolucionario y al que el presidente Echeverría, autor de la masacre de Tlatelolco en 1968, mandó sacar en 1976 de la dirección del gran diario que este año cumplió un siglo de vida. Pero yo había ingresado al Excélsior en 1982, seis años después de aquella bronca. Bah. Historias que marcan vidas y definen destinos para bien… o para también.

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