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Viglietti, uno en todos

Fiel a la historia de su tiempo, reconcentrado en su canto y pulsando la guitarra al modo de Falú o don Atahuallpa, el legendario Daniel Viglietti espera que el público acabe de aplaudirle y cuenta que su canción Dale tu mano al indio, compuesta en 1973, tuvo tantos agregados como intérpretes en el Cono Sur. Los cantores de la resistencia en el siglo pasado, dice, cambiaban el verso aquel de “la guitarra americana peleando aprendiendo a cantar”, por lo que ellos creían propicio para que sus pueblos tomen la canción como suya. “No lo digo como queja, al contrario”, aclara y cuenta que un cambio que le gustó fue el de Benjo Cruz, quien le puso que “el charango boliviano peleando…”. Pero Viglietti precisa: “los que en su canto omiten nombrar al autor incurren en plagio, y eso sí me violenta, me encorajina”. A Víctor Heredia se le atribuye el aforismo: “Todo plagio me da coraje”.

Narra Viglietti que Benjo Cruz “era un juglar que un día decidió cambiar su guitarra por un fusil y se marchó al monte con otros guerrilleros para hacer algo más que darle la mano al indio”. Rasguea su instrumento y afirma que el presidente Evo “me da confianza por su gestión en defensa de la gente más jodida de su patria”.

Canta-cuenta que hizo la canción Cruz de Luz en La Habana en homenaje al cura guerrillero Camilo Torres, y la memoria histórica se vuelve al domingo 22 de agosto de 1971 en que una multitud de paceños indóciles cargó al cementerio el féretro del oblato Mauricio Lefebvre, asesinado en La Paz un día antes por los fascistas de Banzer. Aquel cortejo avanzó cantando una parodia del épico canto: “donde cayó Mauricio se alzó una cruz, pero no de tristeza, sino de luz”.

Porque los pueblos necesitan mantener de pie su identidad, es que encargan a sus cantores y poetas documentar victorias, derrotas y desvelos en coplas para que las entonen los otros pueblos que vienen. De eso se trata la memoria histórica. Y en eso incide Viglietti cuando ambos tomamos vino en lo más alto de la noche y me pregunta por Matilde Casazola, a quien dice querer y admirar mucho, y menciona a Ernesto Cavour y Domínguez, “porque sé de la Peña Nayra y de los Los Jairas”.

Abre tamaño ojos cuando le comento que Matilde tenía por compañero sentimental, en los años 60, a un artista uruguayo; yo los conocí en La Paz, le digo. En otro rato, su esposa María de Lourdes, que es mexicana, nota que mis ojos se vidrian cuando Daniel canturrea una antiquísima plegaria aymara boliviana con quenas: “Sal, lucero del alba, de ojos hermosos, y mira que el que te quiere en la puerta de tu casa está llorando…”.

Al día siguiente, el reciente sábado 10 de junio, ante unas 2.000 personas congregadas en una explanada de la Ciudad de México, Viglietti ofrece un recital de dos horas donde defiende a Venezuela, “demonizada”, dice, por los que quieren destruir la revolución bolivariana “como hicieron con Allende”. Habla de los “intelecuáles” (sic) de izquierda copados por la socialdemocracia y defiende a Cuba, nombra a Fidel y al Che, a Lula, Maduro y a Evo, a Miguel D’Escoto (cura sandinista fallecido hace cinco días). Es de los que nunca vendieron su canto, que además corean las muchedumbres desde hace más de 50 años. El masivo y bronco público lo aplaude y lanza vivas a los pueblos que resisten.

Por la noche Viglietti se junta con más gente que lo quiere y lo sigue “desde que empezaste, el año 65”. El uruguayo de 77 años revela entonces que en su juventud aprendió “algo boliviano que nunca se me olvidó”, y entona: “Quicharirillahuay, vidita, mana suachu cani, wawayquic munasqan tolquetayqui cani…” Emocionado y a punto de llanto, me uno a su voz y completo la estrofa en quechua de aquel huayño de los años 50: “Pisqosca pajaruska, pata patamanta chulluj kasqa zapallusta (…)”.

Es que las horas a su lado se minutean con retazos memoriosos y forman relojes marcadores de vivencias. La vida se desempolva y acicala para hacer valer su presente y dar cara al futuro que aún queda, porque si uno no es amigo, ¿qué carajos es?