Los resultados electorales en los países centrales siguen sorprendiendo a propios y extraños, sin que los grandes medios de comunicación y las encuestadoras de opinión atinen en sus pronósticos, debido en buena medida a que operan en un círculo de espejos, cada vez más distantes de los problemas y las aspiraciones reales de sus respectivas sociedades. Así ha sido en los últimos 12 meses con la elección de Trump en Estados Unidos; luego con el referéndum sobre el brexit y las recientes elecciones en el Reino Unido; así como con los comicios presidenciales primero y parlamentarios después en Francia.

Basten estos ejemplos para señalar una de las contradicciones más preocupantes de la situación internacional imperante, y que consiste en que la agenda internacional que deben atender los gobiernos es de una complejidad tal que no puede traducirse en temática de las respectivas campañas electorales en el ámbito nacional.

La globalización de las finanzas y de la información requiere ciertamente de regulaciones, gobernanza y controles para evitar los formidables desequilibrios que está provocando en materia de ingresos, riqueza y poder, cada vez más concentrados en una minúscula minoría de personasen el ámbito global, mientras que amplios sectores sociales en las economías centrales resultan damnificados por las políticas de austeridad, que generan desempleo y recorte de sus ingresos, lo cual se agrava adicionalmente con la llegada de migrantes y refugiados provenientes de zonas en conflicto o que pretenden simplemente abandonar las deplorables condiciones de vida en sus países de origen.

Como no puede ser de otra manera, las motivaciones últimas de los electores se refieren a sus circunstancias locales y a las expectativas, miedos o frustraciones que abrigan; lo que constituye la atmósfera propicia para la emergencia de candidatos y movimientos de corte nacionalista, populista o xenófobo, o las tres cosas al mismo tiempo. El desenlace electoral suele depender, sin embargo, de las tradiciones políticas más arraigadas, los sistemas electorales y la solidez remanente de los partidos tradicionales.

Bajo tales condiciones, se torna sumamente compleja la reforma de las instituciones internacionales a fin de establecer un nuevo orden mundial que garantice la vigencia universal de los derechos humanos, la justicia internacional y el acceso equitativo de todos los países a los beneficios del progreso técnico, entre sus principales atributos. Resulta por demás claro que el establecimiento de un nuevo orden internacional se hace necesario, porque las instituciones, los acomodos informales y las reglas del antiguo orden han quedado ampliamente superados por la nueva constelación geopolítica en el mundo, derivada del espectacular traslado de poder desde los países del Atlántico Norte (Estados Unidos, Canadá y Europa occidental) al Asia Pacífico.

No es casual que sean precisamente los dos países que ejercieron la hegemonía mundial en los pasados 150 años (Inglaterra y Estados Unidos) los que ahora enfrentan la necesidad de renegociar su rol en el nuevo orden internacional, aunque resulta deplorable que semejante desafío caiga en manos de personajes muy poco calificados para la tarea.

A corto plazo no hay perspectivas de una restitución plena del sistema multilateral político, comercial y financiero. Todo parece indicar, en cambio, que Estados Unidos y las grandes empresas transnacionales consideran que el ámbito internacional es un campo de lucha en el cual se imponen los que tienen mayores recursos de poder y capacidades de negociar sus intereses particulares económicos, financieros y geopolíticos. La fórmula correspondiente es un sistema de balances de poder a nivel global y regional, que es el peor de los escenarios para los países pequeños y dependientes.