Hace un par de décadas, la población debía conformarse con ver a sus autoridades en la pantalla de una televisión, como si se tratase de actores de telenovelas que llegaban de un extranjero lejano e inaccesible. Y como aquellos personajes eran casi inalcanzables, las personas debían encontrar la manera de “sobrevivir” de la mejor manera posible, de acuerdo con las posibilidades que la vida les daba.

Quienes lograban, con esfuerzo y dedicación propia o por algún azar del destino, “hacerse su casita”, materializaban un sueño que muchos no tenían posibilidades de cumplir. En aquellas ocasiones, ni las autoridades ni el aparato administrativo gubernamental aparecían en la fotografía familiar. Así como la construcción de la vivienda, los servicios se autogestionaban desde los mismos vecinos. Cada cuadra, cada barrio, cada zona encontraba la manera, regular o irregularmente, de acceder a aquellos servicios que hoy se han convertido en derechos fundamentales. Recuerdo aquellas épocas en las que mis padres comenzaron a construir su vivienda (luego de siete u ocho lustros de esfuerzo cotidiano e ininterrumpido) sin haberse imaginado que algún día llegaría “la autoridad” a su puerta a cobrarle algo que habían logrado con sus propias manos.

Mientras tanto, ese esfuerzo propio, unilateral, dejaba como resultado una estampa que hoy en nuestras ciudades impera como un paisaje urbano bastante alejado de un mínimo de planificación. Era previsible que, con un aparato administrativo mínimo que apenas respondía a lo cotidiano, las alcaldías, las prefecturas (hoy gobernaciones) y el Gobierno Nacional olviden, o al menos dejen de lado, un paso fundamental para el desarrollo como es la planificación territorial (específicamente urbana).

Hoy, las cosas han cambiado. El aparato de gobierno tiene un cuerpo bastante más robusto y especializado. Nuestras autoridades (nacionales, departamentales y municipales) han identificado aquel fundamental paso como una acción cotidiana y estratégica. Esta definición ha ayudado a encarar procesos de “reajuste” que, con sus bemoles, están intentando planificar el crecimiento y desarrollo de nuestras ciudades. Sin embargo, hay que entender también que, por el abandono al que han sido sometidos varios sectores urbanos, la irregularidad ha sido la generalidad en su crecimiento, y pretender que eso se solucione de un día para otro vislumbra mínimamente una falta de lectura sobre la realidad de las ciudades.

En este intento y más allá de la profundidad de la reflexión previa a la decisión, algunas autoridades prefieren terapias de shock que cambien radicalmente lo que se hace. Otras se decantan por cambios paulatinos, a manera de aproximaciones sucesivas al objetivo final, que es una proyección adecuada del desarrollo de su ciudad. En cualquier caso, ningún camino rendirá los frutos que se esperan si no se discuten primero con todos los involucrados en la temática y se amplía la posibilidad de aportar para que el desarrollo de una ciudad sea el de las personas que la habitan.

Tal parece que el Alcalde de la Ciudad Maravilla ha decidido emprender el primer camino (el de la terapia de shock), al promulgar la Ley 233, su especificación a través de la Ley 240 (porque esta última no modificó nada de la primera) y su reglamentación inicial (aunque por lo definido en la Ley 240, falta todavía un segundo y hasta un tercer reglamento).

Se podría discutir el método, pero no creo que se pueda discutir el fin último de esta decisión, que desde nuestro punto de vista se acerca a lo que todos queremos: emprender un proceso de planificación del desarrollo de nuestras ciudades. Si ése es el camino que se ha definido desde el Gobierno Municipal de La Paz, todas las instituciones, el sector privado y la población en general deberían sumarse de manera activa. Y si ése es el camino, debe comenzar a pensarse de manera integral todo lo que se quiere lograr más allá de esta norma que en estos días ha sido cuestionada, por decir lo menos.

Sin embargo, tal parece que la operación de esta decisión ha tropezado con problemas de precisión que generan varias susceptibilidades, no solamente en la gente que vive en esta ciudad, sino también en los actores institucionales que operan en La Paz. En todo caso, hay que resaltar la iniciativa de la administración de la ciudad al intentar, de manera audaz, emprender un proceso de “reorganización” de la distribución del espacio y del aire en la sede de gobierno.

Lo que sí debemos pedirle al Alcalde, por consecuencia con los discursos políticos que hemos lanzado desde todos los bandos, es que amplíe la posibilidad de discutir el fin último de esta ley y que reciba, abierta y proactivamente, las observaciones y las posibles soluciones a los problemas que podrían identificarse en una norma que, como cualquier creación de mortales, es perfectible. Seguramente nadie que enarbole la bandera del desarrollo en nuestra Ciudad Maravilla podrá negarse a proyectar seriamente una imagen futura para toda la urbe, siempre teniendo en mente a las personas más necesitadas de esta hermosa hoyada.