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Pelucas empolvadas y vestuario

Me puse mi traje de aristócrata de los bulevares cholos que uso para ir a las prestes y a los matrimonios, me zambullí en un perfume sospechoso y lustré mis zapatos hasta convertirlos en espejo. Para completar mi facha, me equipe con un portafolio impresionante. Debía ir a cerrar una gestión con el Estado, y si me veían k’esti, me iban a tratar mal. ¿Qué poder tiene la vestimenta? ¿Qué refleja para los demás?
En un influyente texto de economía, Thorstein Veblen reflexiona sobre el vestido y la clase ociosa. Aunque nuestros “servidores públicos” son ociosos, no se refiere a esa clase de actitud laboral, sino que hace referencia a las clases altas que están excluidas de ocupaciones industriales.

En la comunidad feudal los guerreros y sacerdotes eran los representantes de la clase ociosa, y esto se reflejaba en sus indumentarias. Los guerreros en tiempos de paz eran unos pavorreales cuya vestimenta les impedía moverse adecuadamente, pero les permitía sobresalir en los desfiles patrióticos. Entretanto, los sacerdotes tenían unas sotanas hasta los talones, con decenas de botones que les impedían tener una actividad laboral. Aunque este siniestro atuendo está en desuso por los cambios en las iglesias, algunos curas aún los usan.

Veblen escribe: “El gasto en el vestir (…) está siempre de manifiesto y ofrece al observador una indicación de nuestra situación pecuniaria a primera vista”. Da lo mismo si en invierno vamos mal abrigados, la protección del cuerpo (que impulsa el origen de la vestimenta) no importa, sino reflejar un estado de bienestar. En nuestra mente lo barato es indigno: “Un traje barato hace un hombre barato”. Los trajes de marca ahora tienen imitaciones que hacen muy difícil su identificación, pero cuando sucede, pierde su aura y su valor inmediatamente, es como una obra de arte falsificada.

En el caso de la mujer, el patriarcado del siglo XVIII la concibió como un adorno de la casa. El uso del tacón Luis XV, los vestidos con corsé, acompañados de estrafalarios sombreros, expresaban esa condición. El corsé era una mutilación que le impedía movimientos laborales y demostraban a los vasallos que esa mujer no se dedicaba a menesteres domésticos, que era propiedad del hombre. El corsé hoy en día ha sido reemplazado por fajas de todo gusto y velocidad para bajar las gorduras y estar a la moda, siempre transitoria.

En la actualidad existen además accesorios para aumentar de volumen, como traseros postizos, para alivio de las damas tabla siqis. Sin embargo, las usuarias corren el riesgo de pasar calores sino se los acondiciona correctamente, tal como le sucedió tiempo atrás a una autoridad en un acto público.

El vestido es publicitado por las conductoras de la televisión que lucen cada día atuendos diferentes para recalcar su condición de maniquíes parlantes y elegantes. Hay también vestidos estables, de culturas homogéneas, como las vestimentas de los chinos y los japoneses, que antes de la invasión cultural occidental reflejaban su carácter de laboriosidad. De igual manera, la vestimenta de las culturas indígenas refleja la comodidad para el trabajo agrícola; así como la jerarquía de sus autoridades, vigentes hasta hoy en las comunidades. Durante la Colonia, las imposiciones del virrey Toledo para cambiar los códigos indígenas en la ropa considerada mágico-religiosa dieron origen a la chola.

En las fiestas populares como la Anata, el Carnaval, entradas folklóricas, el Gran Poder, etc., la vestimenta devela la lucha que se mantiene hasta ahora entre la visión de los señoritos criollos y mestizos, que mantienen una distinción pigmentocrática y la extienden a la ropa como un estigma de clase inferior. Es común invertir mucho dinero para volverse, por unos días, clase ociosa que se dedica al ritual de la danza. Usar las pelucas empolvadas de la época colonial en la Morenada implica una apropiación grotesca de la “nobleza colonial”: poder y vestuario.

Las historiadora Mary Money ha desarrollado un amplio trabajo sobre la vestimenta en varios de sus libros, siendo el último muy esclarecedor sobre la pulsión simbólica del vestido en una ciudad escindida como La Paz-Chukiyawu marka, que nos permite entender que “Entre dos culturas, entre dos especies vivientes tan vecinas como se quiera imaginar, hay siempre una distancia diferencial (…), y esta distancia diferencial no se puede vencer” (Lévy Strauss dixit).