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La gracia de decir gracias

Doy gracias a mis pies, dice el lugar común, porque me apoyan; agradezco a mis brazos que están siempre a mi lado, y gracias a mis dedos porque sé que puedo contar con ellos. La gratitud es pariente del amor en primer grado. El amor puede tardar en hacerse ver, pero el agradecimiento es inmediato.

La solidaridad se da sin que necesariamente haya amor, es la espontaneidad de ofrecer sin esperar que nos agradezcan.

¿A qué viene esta retahíla? A que voy a escribir este artículo a pedido de una persona que conozco bien y que me encarga decir gracias a quienes, según él, le salvaron la vida en una circunstancia extrema, de las muchas que afrontó en su vida. Se trata, pues, de alguien que quiere limpiar el moho del olvido y la ingratitud largamente asentados en su memoria.

Me pide que diga que el sábado 21 de agosto de 1971, el gobierno revolucionario que él apoyaba fue derribado por un golpe fascista gestado esa mañana en Santa Cruz de la Sierra y que, por la noche, los vencedores salieron eufóricos a las calles de La Paz disparando tiros al aire y gritando consignas para empezar sus venganzas y ajustes de cuentas. Aquel hombre, que había azuzado con su palabra radiofónica a la resistencia popular para impedir el ascenso de la derecha, llegó a su casa a eso de las nueve de la noche. Mordido por la derrota, fue recibido con llantos y angustia por las mujeres de su vida: esposa, dos hijas de 7 y 4 años, su madre, de visita desde un día antes, y una joven aymara que les ayudaba en el hogar.

Tenemos que huir ahorita porque vendrán por mí, les dijo, agitado. ¿Dónde, pues?, musitó su madre. Cierto. No había para dónde ir, mientras la niebla del miedo empezaba su labor de zapa en los pliegues de la sobrevivencia. Serena en las desesperanzas, Martha, su esposa, llamó por teléfono a Hortensia Cosío y le pidió refugio para todos. La amiga aceptó de inmediato sin hacer más preguntas, y a esa casa salieron caminando sigilosamente el hombre y su familia. Era casi la media noche cuando los recibió, apurado y nervioso, don Julio Loayza, el marido de Hortensia, ambos profesores de secundaria y ninguno de ellos simpatizante del gobierno derrocado.

Oculto en los mínimos espacios de aquel domicilio, el compañero supo que la febril indagatoria sobre su paradero cerraba sus pinzas, y para evitar mayores riesgos contra la vida familiar, seguridad y trabajo de sus anfitriones docentes, decidió salir de allí. De nuevo en lo suyo, Martha tomó contacto con una amiga orureña, Elvira, esposa de Arturo Gandarillas, periodista del diario Hoy de La Paz. Entre ellos idearon un plan para que el perseguido entrara a la Embajada del Perú, aledaña al periódico, y pidiera el asilo. Pero la Policía y los falangistas de la temible Célula L estaban apostados durante el día en las puertas de las sedes diplomáticas para impedir el paso de los que tenían marcados, aparte de que eran pocos los países que accedían a dar refugio.

Empero, el entrampado plan se cumplió a detalle. Había que hacerlo de noche. Media hora antes de que inicie el toque de queda, una vagoneta gris llegó a un sitio de la Av. 6 de Agosto cercano al diario, donde estaba esperando Gandarillas. Del brazo del periodista, el hombre caminaba hasta el periódico cuando fortuitamente se apagó el alumbrado eléctrico en la zona, lo que facilitó la concreción del plan. Ayudado por Gandarillas y otro periodista, Miguel Velarde, ambos ajenos por entero a la izquierda, el perseguido trepó la pared colindante, saltó al otro lado y pidió el auxilio de la embajada peruana.

Más nombres para honrar la gratitud mascullada por casi medio siglo. Quienes llegaron con la vagoneta hasta la casa de la clandestinidad en el norte de la ciudad fueron Dora Alarcón, Facundo Zubieta y Esther Coila, familiares del fugitivo. Después trascendió que aquel inesperado corte del alumbrado público fue ejecutado por el joven universitario Roger Cortez, enterado previamente del plan por Martha.

Tal vez don Jorge Echazú, guerrillero en esos años, quiera revelar ahora cómo fue que él y aquel hombre llegaron una noche de octubre de 1971, bajo el rígido toque de queda, hasta la mera Embajada de México, en Obrajes, para lograr el asilo, siendo que en las puertas de esa misión había apostados carabineros y paramilitares falangistas para impedir por la fuerza “la fuga al exilio de los extremistas terroristas comunistas del gobierno de Torres”. Doy gracias, en fin, a mi lengua por darme voz cuando pido la palabra; gracias a mis ojos que siempre ven por mí, y muchas gracias a mi cabeza por dar la cara a mi nombre.