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Urge un rearme moral

Las recientes gigantescas manifestaciones anticorrupción que sacudieron Moscú y otras ciudades rusas tienen una notable semejanza con aquellas de Río de Janeiro o de Seúl, siendo el común denominador el hastío y el asco que provoca en la opinión pública la avalancha de denuncias de robos al Estado que, las más de las veces, quedan impunes.

Parecería que el planeta entero está impregnado por una pestilente epidemia que, cual virus maligno, contamina regímenes autoritarios o democráticos, conservadores o socialistas por igual. Un halo de esperanza para terminar con ese flagelo surgió el 7 de mayo pasado, cuando, sin las masivas demostraciones evocadas líneas arriba, la mayoría silenciosa acudió a las urnas y eligió en Francia un nuevo presidente cuyo punto programático primordial era, precisamente, la moralización de la función estatal. En efecto, al poco tiempo de asumir el poder, Emmanuel Macron (39) presentó un proyecto de ley denominado de “Moralización de la vida pública” penalizando el nepotismo, la acumulación de mandatos, el tráfico de influencias y otras propinas indebidas.

Sin embargo, ni el talento ni la integridad personal del Mandatario francés, quien antes de nombrar a sus ministros pasó, minuciosamente, a la lupa sus antecedentes, pudieron borrar episodios de dudosa moralidad que eran parte sustantiva de una cultura de tolerancia generalizada para exprimir la vaca lechera estatal hasta sus últimas posibilidades. Esa odiosa costumbre pasada tocó a cuatro de sus flamantes colaboradores, quienes tuvieron que renunciar con el estruendo consiguiente. Tonalidad aplaudida por la ciudadanía que comienza a renovar su confianza en la clase política, al elegir el 18 de junio pasado por abrumadora mayoría a los candidatos a diputados aupados por el presidente moralizador.

Trasladando el análisis de esa peste de la corrupción a América Latina, se ve que buena parte de los mandatarios que dejan el poder terminan raudamente en la cárcel por tropelías cometidas en su gestión, o huyen presurosos al extranjero para evitar rendir cuentas. Quizá ese corolario vergonzoso provoca el deseo de aferrarse al cargo presidencial y rechazar la sana alternancia en el ejercicio gubernativo. A ello se une el síndrome de encubrir los negociados cometidos por partidarios o por familiares, sin percatarse que esa malsana solidaridad corroe irreparablemente la integridad presidencial, porque la opinión pública colige que el hurto fue perpetrado en banda organizada.

La frialdad del líder galo es digna de ser imitada: no esperar pruebas contundentes y postergar el álibi de la presunción de inocencia hasta cuando los indiciados se defiendan desde el llano de los ilícitos que se les imputa, sin comprometer la ejemplaridad de un gobierno irreprochable.

En nuestra región, el escándalo causado por la arquitectura delictiva ideada por la multinacional brasileña Odebrecht es emblemático, por haber rebalsado al menos a ocho países latinoamericanos, emporcando sus arcas presidenciales. En Bolivia, lamentablemente se esperan desenlaces trágicos (caso Santos Ramírez) para recién iniciar una investigación seria, que si es llevada a cabo, culmina con el arresto del presunto malhechor (caso Achá), o por ejemplo con la purga de la exministra Nemesia Achacollo, quien inicialmente fue ovacionada ruidosamente por ingenuos parlamentarios que avalaron su descargo en el manejo del Fondo Indígena durante una interpelación en la Asamblea.

Ante esas reflexiones, solo cabe invocar la imperiosa necesidad de castigar drásticamente todo atisbo de corrupción en los estrados fiscales, municipales y —especialmente— en empresas descentralizadas sin contemplación alguna. Naturalmente, esas medidas deben darse de manera paralela a la respetuosa independencia del Órgano Judicial y a la elección de magistrados de alto profesionalismo e inmaculada probidad. ¿Una utopía?, quizá, pero se requiere coraje para romper la tolerancia delincuencial. Ese sería el mejor legado del actual proceso de cambio, tan pregonado y poco ejecutado.