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Helado de chirimoya

Siempre ocurre lo mismo cuando alguien llega a la ciudad de La Paz- Chukiyawu marka, escindida en dos mundos que se rozan y entremezclan en la fiesta del Gran Poder para retomar sus tiempos sagrados y volver a su origen. Le recibe la hierofanía que provoca la vista del Illimani.

Eso mismo le ocurrió a Alcides d’Orbigny, el científico francés que llegó en junio de 1830 a nuestra ciudad, en ese entonces un caserío pequeño con iglesias y comerciantes aymaras y cañaris entre sus estrechas callejuelas: “Si seguimos con la vista el curso tortuoso de la quebrada, se la ve profundizarse aún más, cubrirse más de vegetación y perderse en los rodeos sin número de las montañas, arriba de las cuales, como un gigante, se dibuja la masa imponente del Illimani, que cierra el cuadro por el este. Nada he visto en los Pirineos ni en los Alpes que se parezca, ni siquiera de lejos, a este conjunto severo de la Quebrada de La Paz”.

Esta ciudad mantuvo su condición de nexo y tránsito entre los puertos peruanos y los cargamentos de acémilas que trasportaban el metal y productos agrícolas y textiles del sur de Bolivia y de la Argentina. Hasta ahora, muchas de sus plazas y lugares emblemáticos rememoran aquella época, por ejemplo la Garita de Lima, entre otros espacios, ahora urbanizados hasta el delirio. Así, va quedando en el olvido el damero que el alarife Juan de Gutiérrez de Paniagua trazó para ordenar la naciente ciudad.

Ahora, La Paz es una urbe cosmopolita, con múltiples problemas que son un gran desafío para quienes intentan resolverlos. Para unos, ya no hay remedio, y aseguran que en cinco años más colapsarán las vías por el exceso de automotores. Otros consideran que la multiplicación de edificios provocará un apocalipsis sanitario que nos fagocitará la ciudad de El Alto, como si ésta no fuera parte medular de la urbe. Existen también habitantes llenos de arrebatos optimistas que predicen una inevitable marcha al norte, donde se levantará una ciudad nueva y con una enorme proyección al futuro. Otros dicen que si el Gobierno fuese medianamente creativo ya hubiera planificado la construcción de una línea de teleférico desde la Cumbre hasta Puente Villa, destrabando así el abigarramiento hacia el norte y sud Yungas.

Parte del ejercicio oral paceño y chukuta es el café, lugar de conspiración, chismerío y de alta especulación metafísica totalmente inservible. Es el espacio de encuentro para expresar el grado de politización del habitante de la ciudad. No solo se habla de fútbol, que es siempre una segura frustración, sino también de política, que es otra manera de entender la frustración; como por ejemplo el grado de desinstitucionalización que estamos viviendo, junto a la idea de que la politiquería es una forma de vida y de enriquecimiento fácil, que ha generado a su vez una clase social singular: la clase burocrática.

El abogado Mario Urdidinea me decía, indignado, que en Bolivia sellar una gestión con un matiz ideológico es imposible, porque la clase parasitaria criolla que se originó durante la Colonia ha construido su guarida en nuestra ciudad, y sus coligados sirven a todos los partidos de turno en el poder, con los que organizan las redes de corrupción, en la izquierda, derecha, centro, arriba o abajo. Ellos siempre mantienen aceitados los mecanismos para alojarse en cualquier tienda política, a la que finalmente llevan al abismo, y que el mejor ejemplo de ello es el actual Gobierno.

El escritor Wilmer Urrelo me comentó en otra ocasión que no estaba de acuerdo en que el paceño sea un ciudadano bueno, como había leído en una publicación municipal. Me contó que cuando sufrió un accidente y tuvo que desplazarse con muletas por la ciudad fueron los días más tristes y fríos de su vida, porque los micreros no paraban al verlo, los jóvenes de los colegios lo empujaban, e incluso unos niños le arrojaron cáscaras de naranja (Urrelo tiene pinta de capellán del Ejército). Todo ofendido me dijo que odiaba esta ciudad y que planeaba irse a otro lugar. Pero una vez que volvió a caminar sin muletas, lo vi sonriendo en las calles. Es que mirar las montañas, mientras la fragancia de una chirimoya waca waca te atrapa, es como tomarse el Illimani en un helado: una hierofanía.