Julio en julio
Menos mal que, de repente, aparecen nuevos textos de Cortázar que nos deslumbran y alumbran.
De año en cuando se me viene a la memoria. A veces en agosto, que es el mes de su cumpleaños. A veces en septiembre, porque vivo en Cochabamba y es la época de los jacarandás. Esta vez se me apareció en julio, tal vez porque es su nombre: Julio Cortázar, el Gran Cronopio.
En junio se me olvidó evocar en el Día del Maestro a don Juan Lechín Oquendo y al gran Víctor Agustín Ugarte, los únicos que merecen tal denominación; aunque en esa lista incluyo a Luis Huáscar Antezana Juárez, o sea, al Cachín. Así que tengo ciertas manías, mitad festivas y mitad homenajes, cuando el almanaque aterriza en algún mes. Y esta vez no es porque sea “de julio el gran día”, puesto que Julio Cortázar nació en agosto, ya lo dije, pero qué importa. Y nació de casualidad en Bruselas, en 1914, justo el día en que el Ejército alemán ocupó Bélgica en los albores de la primera gran guerra, por lo que definió su nacimiento como algo “sumamente bélico” pero que “dio como resultado a uno de los hombres más pacifistas que hay en este planeta”.
Y era cierto. Julio Cortázar era un grandulón que no envejecía y era tan apacible como es su tumba en el cementerio parisino, una tumba de mármol brillante como nieve matutina y adornada con una sutil escultura de madera sin forma definida que representa a un cronopio, aquel ser tímido y lúdico creado por Cortázar, capaz de provocar que una mano anónima escriba en un muro de Cochabamba una de esas frases: “soy un ladrillito cantante que escribe en el caparazón de una tortuga”. Julio es un mes que trae gratos recuerdos que me empujan a salir a recorrer las calles para buscar los “ochenta mundos que dan la vuelta alrededor del día” y que él sabía escribir (descubrir) como si nada (nadie) y, luego, convertirlos en cuentos y moepas.
En los años ochenta, cuando estudiaba sociología en México tuve la osadía de enviarle una carta a propósito de su cuento Carta a una señorita en París, y le dije diciendo que era posible contar esa historia cruenta de otra manera, sin que el personaje deje de vomitar conejitos. Aun sabiendo que Cortázar amaba los mensajes de náufrago que son lanzados al mar en botellas, no tuve la mínima esperanza de una respuesta.
Mucho después me enteré que el Cronopio Mayor recibía cientos de cartas al día y no tenía tiempo para leerlas, menos responderlas. Quizás actuaba como uno de sus personajes, como aquella tía que recibía postales y fotografías de sus queridos sobrinos y las clavaba en la pared con un alfiler entre ceja y ceja. Pero no creo que Cortázar haya tenido una cajita de alfileres, porque eso es para gente organizada. Y conste que él era un fanático de la lectura, tanto así que los maestros de su escuela pidieron a su madre —sin éxito— que le prohibiera sumergirse en los libros durante un par de meses. Y que a los nueve años escribió su primera novela, aunque de ella solo recordaba que, al final, los personajes se iban muriendo, quizás de pena. Porque, desde niño, era sentimental.
Menos mal que, de repente, aparecen nuevos textos de Cortázar que nos deslumbran y alumbran. Cuentos, ensayos, cartas, reseñas. Pero, parafraseando una canción, uno vuelve siempre a esos viejos textos donde halló la vida. Y esta vez recuerdo Manera sencillísima de destruir una ciudad, un relato corto que me sigue sorprendiendo: “Se espera, escondido en el pasto, a que una gran nube de la especie cúmulo se sitúe sobre la ciudad aborrecida. Se dispara entonces la flecha petrificadora, la nube se convierte en mármol y el resto no merece comentario”.