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Wednesday 24 Apr 2024 | Actualizado a 07:52 AM

Prisión preventiva y Estado de derecho

Cuando el Estado de derecho tiene que desarrollarse, se aboga por el excepcionalismo.

/ 13 de julio de 2017 / 04:04

En su sesión del miércoles pasado, la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de México dictó, por mayoría de votos, una sentencia que ha provocado contradictorias reacciones. Una parte de ellas son socialmente entendibles, en tanto implican la posible liberación de personas privadas de su libertad hasta que se les dicte sentencia. En las condiciones de inseguridad en que vive el país, hay quienes estiman como única solución encerrar al mayor número de presuntos delincuentes. Para comprender las cosas, es necesario explicitar los supuestos y los efectos de la decisión. Cada cual juzgará informadamente.

En la reforma constitucional de junio de 2008 se previó que todo México migrase a un sistema procesal penal acusatorio y oral. Para ello se previeron ajustes integrales en los procedimientos y en distintas cuestiones colaterales. Quedaron definidas tareas para policías, peritos, fiscales, defensores y juzgadores. Se determinó, constitucionalmente, que tratándose de los delitos de delincuencia organizada, homicidio doloso, violación, secuestro, trata de personas, los cometidos con medios violentos, como armas y explosivos, y los graves que determinara la ley habría lugar a prisión preventiva oficiosa. Es decir, que el juez ordenaría que el presunto responsable siguiera el proceso privado de su libertad. Igualmente se dispuso que los procesos iniciados bajo el viejo sistema inquisitivo deberían continuarse y terminarse con el mismo formato con el que se iniciaron. En julio de 2011, volvió a reformarse la Constitución para acotar que la calificación de gravedad de los delitos que la ley debería prever tendrían que relacionarse con la seguridad de la nación, el libre desarrollo de la personalidad o la salud.

Como parte de esos cambios, se le otorgó al Congreso de la Unión la facultad de regular el nuevo sistema procesal penal. En marzo de 2014 se expidió el Código Nacional de Procedimientos Penales. En su artículo 167 se establecieron los delitos que ameritarían prisión preventiva oficiosa. Al citado listado constitucional se agregaron los de genocidio, traición a la patria, espionaje, terrorismo, sabotaje, corrupción de personas, tráfico de menores y algunas modalidades de los cometidos contra la salud. En esta acción del 2014, el legislador federal quiso, por decirlo así, que solo con respecto a esos delitos se posibilitara la prisión preventiva y que en el resto los acusados seguirían su proceso en libertad.

En la reforma de junio de 2016 al citado Código, se previó que las personas a las que se hubiere decretado la prisión preventiva conforme al antiguo sistema podrían solicitar al juez la revisión de la medida, siempre que el delito por el que se les acusó no fuera de aquellos por los que debiera decretarse de oficio la prisión preventiva. Apoyándose en las disposiciones sustantivas y transitorias del nuevo Código, la Sala determinó que la revisión de la medida no implicaba que el juzgador declarara procedente en automático su sustitución o modificación, sino que ello estaba sujeto a la evaluación del riesgo que representara el imputado y al debate que debían sostener las partes en la audiencia respectiva, con independencia de la aplicación de las medidas de vigilancia o supervisión que podrían ordenarse. Lo que finalmente resultó fue la necesidad de que en una audiencia, a solicitud del procesado y con la posible oposición del Ministerio Público, la víctima y el ofendido, el juez determinara si el imputado debía o no seguir su proceso en libertad.

En nuestro país se habla a diario del necesario establecimiento del Estado de derecho. Sin embargo, cuando éste tiene que desarrollarse, se aboga por el excepcionalismo. Se busca posponer la racionalidad jurídica a fin de salvar a algo o a alguien. Si el sistema diseñado para darle cabida a un nuevo sistema procesal penal ordena hacer algo, hacer ese algo es un modo de abonar al Estado de derecho pero, sobre todo, a la cultura que hasta ahora y tan pobremente trata de sustentarlo.

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Medio ambiente y derechos humanos

Las acciones de los Estados en salud, agua o alimentación no pueden ser escindidas de la protección ambiental.

/ 25 de febrero de 2018 / 13:30

Es frecuente escuchar que en diversas partes del mundo la construcción de infraestructura afecta gravemente a las poblaciones. Que el desecamiento de un depósito de agua o la inundación de una zona implican desplazamientos. Que la construcción de un acueducto dejará sin agua a una ciudad. Que la autorización de una mina traerá consigo graves daños a la salud de un poblado. Que la apertura de un basurero perjudicará a un centro educativo. El problema común en estos casos es que las autoridades nacionales encargadas de vigilar la salud poblacional son las mismas que deben otorgar las licencias de obra. La tragedia es que los mismos engranajes corruptos que permitieron el acceso al poder son aquellos que deben posibilitar la obra o actividad, sin reparar en los daños. ¿Por qué la autoridad protegerá cuando su posición está sometida a una red de negocios que la trasciende y controla? ¿A qué válvula de escape puede acudirse para salir de la dominación en que las autoridades nacionales quisieron colocarse?

En fechas recientes, Colombia obtuvo una respuesta en la forma de la Opinión Consultiva OC-23/17 dictada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). En un movimiento que juzgo brillante, ese Estado se limitó a preguntar sobre el alcance de la Convención Americana de Derechos Humanos y otros tratados regionales en materia ambiental respecto a la afectación del hábitat humano por la construcción de nuevas obras de infraestructura en la región del Gran Caribe. Lo que en rigor buscaba saber eran tres cosas. Primera, si una persona sometida a la jurisdicción de un Estado (presumiblemente el colombiano) seguía sujeta a su jurisdicción aun cuando no se encontrara en el territorio del mismo, pero sí en una zona protegida por el régimen de un tratado ambiental en el que existan obligaciones de mitigar o reducir la contaminación. Segunda, cuáles eran las obligaciones a que el Estado contaminador estaba sujeto. Tercera, la amplitud del respeto a los derechos humanos, a la vida y a la integridad corporal derivados de la no protección al medio ambiente.

Siendo de la mayor importancia la respuesta a las tres preguntas por los numerosos vínculos geográficos entre los países de la región, me limito a dar cuenta de la respuesta a la manera en la que la CIDH estimó que pueden afectarse los citados derechos humanos (vida e integridad corporal). Este órgano reafirmó el carácter holístico de los derechos en juego al entender que podían resultar violados no solo por denegar su goce, sino también por afectar sus componentes básicos, como son la contaminación del agua o los alimentos. Sostuvo que si bien los Estados nacionales no podían ser responsables de todas las conductas de los particulares que afectaran al medio ambiente, sí lo eran por la falta de regulación, supervisión o fiscalización a las actividades que realizaran contra el medio ambiente.

De un modo por demás interesante quedaron relacionados los componentes del medio ambiente con los derechos humanos. En adelante, los Estados tendrán que comprender que sus acciones en materia de salud, agua o alimentación no pueden ser escindidas de la protección ambiental, sean suyas o de agentes privados sometidos al orden jurídico. Lo que la CIDH logró con esta Opinión Consultiva es determinar la integralidad de la protección a la vida desde el hábitat. En adelante, los Estados no podrán alegar que sus funciones protectoras se reducen al otorgamiento de prestaciones. Tendrán que entender que el cumplimiento de sus obligaciones internacionales, esas de las que depende su responsabilidad también internacional, tiene que tomar en cuenta la protección del medio ambiente. Más allá de si las empresas inversionistas son nacionales o extranjeras, y más allá de si unas u otras alegan tratos preferenciales o su mera condición de particulares, los gobiernos pueden ser condenados por no haberlas regulado, supervisado o sancionado. El Estado colombiano jugó bien con el sistema interamericano. Lo que en el futuro haya de hacer en materia de infraestructura e inversiones será atribuible a una Corte a la que inteligentemente reiteró su subordinación.
 

Es ministro de la Suprema Corte de Justicia de México, colaborador de El País.

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Ciencia y decisiones públicas

Resulta indispensable producir el conocimiento científico que permita la toma de decisiones ilustradas.

/ 23 de noviembre de 2017 / 04:08

A finales de agosto se publicó una peculiar fotografía del presidente Trump. Observaba el eclipse solar sin ninguno de los filtros recomendados por los expertos. Pocos días después se publicó que su gobierno estaba tratando de frenar las investigaciones sobre los riesgos de los trabajos mineros. Después disolvió al comité que estudiaba los efectos del cambio climático. La lista podría alargarse. Lo único que estos ejemplos ponen de manifiesto no es solo, desde luego, el desdén del Presidente por la ciencia en general, sino por aquella que cuestiona la manera en la que se desarrollan ciertos negocios.

Por su manera frontal y aparentemente espontánea de actuar y decir, Trump es visto como un enemigo de la ciencia. No cabe duda de que lo es. Sin embargo, y más allá del personaje concreto, cabe preguntarnos por las maneras en las que otros servidores públicos están vinculados con la ciencia en su actuar cotidiano. Es decir, ¿de qué manera legisladores, administradores y juzgadores se relacionan con la ciencia para decidir en aquello que es de su competencia pública?

Evidentemente son pocos los que ejercen un estilo parecido al del Presidente estadounidense, y ello está bien. No es común observar que, a cuento de la emisión de una ley o el otorgamiento de un permiso, se ataque lo asentado por la ciencia. Esta forma de actuar no conlleva, sin embargo, neutralidad, ni es del todo inocente. No porque no se cuestione lo dicho en una rama del conocimiento o al cultivador de ella se está actuando de manera muy diferente a la de Trump, salvado el conocido y recurrente histrionismo.

Si al momento de hacer una ley, un reglamento o dictar una sentencia la autoridad correspondiente no acude a los conocimientos científicos necesarios para comprender el fenómeno que tiene enfrente, resolverá sobre algo que piensa que existe, o que quiere conformar como ella lo desea. En el primer caso, se trata de un asunto de ignorancia o ninguneo, fundado en la soberbia o en ese particular estado mental que asume que las cosas son así, porque así son. Lo que se diga sobre el agua, relaciones familiares, enfermedades o lo que sea partirá de una pobre concepción de la realidad y, por lo mismo, tendrá una pobre solución para ella. En el segundo caso, la omisión de la ciencia tiene ya orígenes perversos. Como lo que la ciencia mostrará es contrario a lo que quiere sostenerse como existente, se evade considerarlo. Con ello, lo existente deja de existir y se hace posible representar la realidad de cierto modo, para después normarlo como si fuera mera consecuencia.

Hoy en día se habla de posverdad, como tema novedosísimo. Prácticamente una creación de este nuevo chivo expiatorio llamado Trump, al cual se le van asignando todos los males, como si el resto de los sujetos sociales, empresas, políticos e individuos estuvieran por completo libres de toda culpa. El concepto de posverdad sirve para enfatizar algunos rasgos actuales, pero no para dar cuenta de un estado de cosas originario de nuestro tiempo. Si volvemos a la ciencia, pensemos en la manera en la que los tomadores de decisiones han ignorado lo que ella definió como existente (cambio climático) o lo que interesadamente se mostró adverso a la salud (consumo del cigarrillo), por ejemplo.

Tal vez es chistoso hacer memes de quien observa eclipses a ojo pelón, o tal vez no. Lo cierto es que se hace indispensable producir, o al menos ordenar y presentar, el conocimiento científico que permita la toma de decisiones ilustradas. Es imprescindible que quienes deben resolver algo por el modo jurídico que sea sepan algo acerca de lo que tienen que hacer o, al menos, que reconozcan que no saben y se atrevan a consultar a quien sí lo sabe. Necesitamos construcciones racionales de lo público. Solo así podremos generar modos comunes y posibles de convivencia que rompan con las formas oligárquicas de dominación público-privadas que cada día padecemos más.

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La vuelta de la gente decente

Como individuos, la gente decente es apreciable, necesaria, modeladora. Como clase, una pesadilla.

/ 30 de junio de 2016 / 04:21

La salida de Reino Unido de la Unión Europea ha comenzado a desencadenar diversos y complejos resultados. Ahí donde se habló del modesto efecto mariposa para comprender la relación de las cosas, aquí puede hablarse de una violenta sacudida con insospechadas consecuencias. En la larga noche del brexit resurgió con fuerza un viejo y peligroso sujeto: la “gente decente”. Nigel Farage, líder del Partido eurófobo de la Independencia de Reino Unido (UKIP), lo invocó con ánimo constitutivo en su discurso celebratorio. Dejó en claro que no se trataba de una mala aparición nocturna, ni de un improvisado recurso retórico. En su boca, la “gente decente”, como clase, estaba de vuelta, triunfante. Tanto, que desplazó a los explotadores europeos que habían privado a un buen pueblo de su libertad, pero cuya acción decidida había permitido, Farage dixit, declarar su independencia. Aludiendo a otras épocas y lugares, las posibilidades creadoras de un 4 o un 14 de julio se trasladaron al 23 de junio. La gente común nuevamente era sujeto de su historia y escribiría, por sí misma, las memorables páginas que la habrían de componer.

En los tiempos que corren, los individuos decentes son, además de escasos, una de las mejores cosas que tenemos. Personas que actúan y actúan bien, en lo que deben o tienen que hacer. Que no se indignan más que por lo que de suyo es indignante. Que acuden a sí mismos en momentos de crisis personal o social, sin culpar a otros de sus males. Que reclaman sus derechos sin propósitos pedagógicos ni vestimentas heroicas. Como individuos, la gente decente es apreciable, necesaria, modeladora. Como clase, es una pesadilla. Constituidos por sí mismos en la creencia común de un “nosotros” o creados externa e interesadamente como un “ellos”, el amorfo colectivo resultante se considera o se le considera revestido de inefables cualidades morales. Desde ellas, de una evidente superioridad con la cual puede juzgar o a nombre de la cual pueden emitirse juicios para quienes no satisfagan la condición predicada. Lo nuevo del caso británico es que el colectivo de los decentes se asume como sujeto histórico actuante con base en premisas autoconfirmadas de vencedor. Si la moral de la decencia permitió liberarse de los opresores europeos, ¿cuál es el límite de sus determinaciones? Si los británicos han podido llegar a tanto persiguiendo tan justas causas, ¿por qué excluir la constitución propia o la creación de colectivos decentes para la realización de objetivos tanto o más legítimos que la salida de una opresión puramente política?

Los años por venir se anuncian convulsos. Acomodos, desigualdades, conflictos, reinvenciones y supervivencias ya están aquí y se incrementarán. El mantenimiento de la dominación subyacente y requerida adquirirá nuevas formas y sofisticará las existentes. La experiencia nos ha enseñado a identificar populismos, neoliberalismos, racismos, clasismos o dogmatismos religiosos. De un modo u otro, conocemos sus instrumentos, instituciones, voceros y hasta, con mayor o menor eficacia, las formas de resistirlos o de al menos evitar sus efectos más perversos. Lo que no es fácilmente perceptible ni, por lo mismo combatible, es el decentismo. El decentismo tiene su propia moral y legitimidad. En tiempos de agotamiento político, tanto institucional como partidario, en momentos donde la corrupción política y empresarial destaca por sobre casi cualquier cosa, en situaciones de incertidumbre y desasosiego individual y colectivo, la constitución de la clase de los decentes a partir de su autocalificación como virtuosos y excluyentes es particularmente peligrosa. Comenzará como una apelación aparentemente neutra a la salud pública y tratará de convertirse en un referente de la acción fundado en una moralina simple y pesada. El problema no es la “gente decente”, sino la ideología decentista y sus aspiraciones de control social. 

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