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G20: los ricos en discordia

El 8 de julio pasado, rodeados de 100.000 aguerridos manifestantes que repudiaban el ágape, se juntaron en Hamburgo (Alemania), los originales siete “dueños” del mundo, acompañados de 13 convidados de piedra, entre los que se hallaban los presidentes de México, Brasil y Argentina. Fueron horas de tensión en la sala y de diálogos bilaterales en los corredores. La anfitriona, la canciller Angela Merkel, pese a sus esfuerzos no pudo cocinar el deseado consenso, ante la terca posición asumida por el impredecible Donald Trump, quien representaba al tradicional “americano feo”, esta vez, más feo que de costumbre.

El principal factor de disenso fue la ardua cuestión del calentamiento climático, traducido en el comunicado final con una lacónica frase que expresa tomar nota de “la decisión de Estados Unidos de abandonar el Acuerdo de París”, asumido en la COP21, aunque enfatizando el pacto como irreversible para el resto de los 19 comensales.

Para los líderes de Europa, era predecible llegar a compromisos, sin ocultar los desacuerdos (Merkel); y fue positivo mantener los equilibrios indispensables para no dar marcha atrás de lo ya acordado, según Macron; quien ya convocó a otra cumbre en París para el 12 de diciembre próximo, con objeto de adoptar nuevas acciones sobre el clima, especialmente en el aspecto financiero.

Un aspecto positivo fue el decidir enfrentar colectivamente las amenazas del terrorismo, enemigo común que no tiene fechas ni lugares precisos para golpear por doquier.

En lo que se refiere al comercio mundial, repercutió que las discusiones fueron particularmente difíciles no obstante la determinación lograda de luchar contra el proteccionismo; reconociendo la necesidad de mantener los mercados abiertos, y a la vez resaltando el rol reservado a la Organización Mundial de Comercio (OMC).

El G20, creado hace 20 años para enfrentar las turbulencias de la crisis financiera, pronto amplió la participación con frescos actores y se convirtió en influyente foro para debatir tópicos que atañen a los efectos colaterales de la globalización, las migraciones, el desarrollo y el terrorismo, entre otros. También es la plataforma para constatar las divergencias entre sus miembros y evaluar las consecuencias del preocupante afloramiento de potencias autoritarias.

Como de costumbre, los encuentros extracurriculares fueron remarcables, entre los que sobresalió el primer encaramiento personal de Putin con Trump, que duró más de dos horas y concluyó con entendimientos manifiestos, como la tregua en el sudeste de Siria, y encubiertos, como se sospecha acerca del embrollo que concierne el ciberespionaje ruso durante las elecciones presidenciales estadounidenses.

Menos suerte tuvo el mexicano Enrique Peña Nieto, a quien Trump le confirmó su irrefrenable deseo de erigir el muro fronterizo y pasarle la factura a su atribulado vecino. Siempre en el vecindario latinoamericano, se percibió al contrito brasileño Michel Temer, quien caminaba con la punta de los pies para pasar desapercibido. En cambio el argentino Mauricio Macri hacía buena letra, pero en niveles de liga menor.

En suma, la reunión del G20 confirmó que la suerte del planeta sigue reposando en los intereses, humores y rencores de los más grandes, así se invite al coloquio a otros dirigentes para decorar el ambiente y comprometerlos en decisiones que no son las suyas.