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Dice la ciudad

Estoy aquí desde hace siglos. Me ha tocado ver desde mis cúpulas, desde mis cielos y mis laderas tantos atardeceres renegridos, tantas intenciones, tantas miserias y tantas maravillas (…).

Me canso a veces de observar solamente, y entonces me alargo, me oscurezco, abro y destapo mi silencio, me planto como algo más que un fantasma erguido, como algo más que una torre que sangra todavía por heridas cinceladas en inviernos lejanos. Me propongo gritar y que a mi grito se ensucie el cielo con palomas asustadas y se aparten en pánico los hombres que se recuestan, se reúnen, se odian y se lloran entremezclados a mis pies.

Estoy harta de sentarme a tiritar en los amaneceres azules, estrechándome contra los hombros desarmados de los mendigos, borrachos y campesinos que duermen a mis pies. Por un tiempo me entretenía mirando el paso inacabable de tranvías, buses, taxis, minibuses… todos ruidosos, todos iguales, llevando de un extremo al otro de mis venas una historia diferente y un destino similar. Ahora ya me duele su pasar resollante, quiero esconderme, sacudirme, rascarme, quiero descansar.

Me abruman los gritos anunciando, vendiendo, vociferando, protestando, convocando, conversando, contando historias siempre fragmentarias, siempre incompletas. Me cansan las luces, los carteles, las vallas, los grafitis, los carteles, los puestos, los perros, los hombres que hablan siempre, pero nunca terminan de contar. Debe ser que me estoy poniendo vieja.

En las noches de lluvia me duelen las piedras y las articulaciones. Poco a poco se desprenden mis aristas talladas, se me enredan los cables, se me nubla la vista, se hunde y se arruga mi piel, hastiada ya de vibrar al paso estridente de los autos, de las modas, del tiempo. Se descascara mi rostro, se acumula el polvo, pierdo mis llaves y olvido los nombres de mis plazas y calles.

Sí, ya me estoy poniendo vieja. Y aun así me siguen agujereando los resquicios y las articulaciones con el cemento rígido, con el ladrillo corrosivo, con el veneno alado. Me siguen taladrando, trajinando; innovan, construyen, destruyen, tienden, cuelgan, complican, clavan, abren, cierran, pulen, mueven, restauran, amontonan, esparcen, crean, adoquinan, asfaltan, invaden, desgastan… me están matando.

Deseo a veces poder desperezarme, sacudirme de pronto y tirar por el suelo tantos pasados, tantos futuros, tanto estrés, tanta miseria y tantos julios hacinados. Verlos rodar, deshacerse, desaparecer en el cañón y rodar hacia los ríos domesticados que cruzan de un lado a otro esta ínclita ciudad.
Y ya libre de cansancios, de turistas, de risas y de desolaciones, estiraría los brazos: derramaría como arvejas de la falda todos los minibuses, los ladrillos, los anaqueles, los edificios y sí, también a los millones de hombres. Aspiraría con fuerza el viento limpio de los achachilas y desataría mi voz para celebrar: ¡por fin la paz! Pero es solo una fantasía, seguramente fruto de mi larga edad.