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Jaloneos sobre el bueno y mal indio

Necesitaban un concepto operativo del indio que sirviera al programa misionero de la evangelización.

/ 18 de julio de 2017 / 11:33

Desde su arribo a las islas caribeñas, Cristóbal Colón envió en su primera carta a los reyes católicos (1493) su versión idealizada e interesada del indio manso (explotable) y del indio feroz (combatible y extinguible), definiendo así al salvaje bueno: “no son perezosos ni rudos, sino de un gran y perspicaz ingenio, amables y benignos”. Y al mal salvaje: “los Caribe o caníbales se alimentan de carne humana”.

La existencia de ese “nuevo mundo”, con habitantes semejantes y diferentes a los europeos, conmocionó la concepción histórica-teológica de la cultura cristiana, poniendo en crisis la idea tripartita y jerárquica de los exclusivos continentes de Europa, Asia y África, y “dudando” de que esos seres fueran humanos.

Sobre “la naturaleza bestial del indio americano”, el filósofo-historiador mexicano Edmundo O’Gorman, en un provocativo ensayo de 1941, se preguntaba si “realmente todos los hombres son hombres”. Es obvio, respondió el historiador del exilio español Juan A. Ortega y Medina, que entre un hombre y otro existen diferencias sustanciales; pero O’Gorman solo nos puso en guardia sobre el supuesto de una igualdad antropológica y cultural, de idéntico fondo espiritual, como si no fueran distintos “Erasmo y el negro perdido entre la maleza africana”.

Con tal ejemplo, Ortega no pretendía dar validez a un trasnochado, amoral y acientífico racismo, sino evidenciar que en los inicios del dominio español, el consejero real Juan Ginés de Sepúlveda, como otros, consideró al aborigen “un mentecato de natural condición servil, poca razón y bajos juicios”, para poner en duda su plena capacidad racional, y dar derecho a los europeos para imponer un gobierno despótico, que obligara a los indios a ser “auténticamente humanos”, es decir, hombres “virtuosos” y cristianos.

Tal debate entre colonos y religiosos dominicos se extendió hasta instalarse en la Corte de Barcelona, en presencia del rey Carlos I de España. Allí, fray Bartolomé de las Casas abogó por los indios como “capacísimos a la fe cristiana y su toda virtud, buenas costumbres, razón y doctrina y, de natura, libres”. Empero, hacia 1520 fray Tomas Ortiz volvió ante el Concejo con sus “razones” para justificar la esclavitud: “los caribes eran sométicos (sodomíticos) y como asnos desbocados, iban desnudos, borrachos, bestiales en sus vicios, traidores, crueles, vengativos, enemigos de la religión, haraganes, ladrones, mentirosos, de bajos juicios y apocados, cobardes y sucios como puercos”.

Hubo réplicas, bulas pontificias y más enconadas disputas que la autoridad papal no pudo acallar. En su Apologética, Bartolomé dio argumentos formidables para la defensa racional y cultural del indio, basado en la capacidad política de aztecas e incas para gobernarse. Claro, sin dejar de lado lo “negativo” de su cultura, o sea, antropofagia, sodomía y sacrificios humanos.

Filosóficamente, requerían un concepto operativo del indio que sirviera al programa misionero de la evangelización y la transculturización cristiana católica en América, argumentando la capacidad o incapacidad racional de los naturales para hacer factible el proceso, y justificar el derecho de conquista y de la posesión de las tierras del nuevo mundo. Ortega y Medina va más al fondo de esa discusión en su obra Imagología del bueno y del mal salvaje (FFyL, UNAM, 1987); examinando a los campeones de la causa indófila del siglo XVII, y otra polémica en la Europa ilustrada del siglo XVIII, que sometió a un severo juicio ético e histórico a la América indiana. Pero ése es otro cantar.

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De la similitud y lo diferente

La naturaleza agreste animal nos traslada a una llanura, con las líneas que el artista suelta entre las patas y cascos de los rocines para sugerir el pastizal.

/ 13 de mayo de 2019 / 07:15

Si lo análogo es un eje virtual que une a cuerpos opuestos, la paradoja es un juego visual que contrasta las formas y líneas, color, movimiento y textura. Analogía y paradoja, afinidad y discrepancia, semejanza y diferencia entre seres vivientes vibrantes de ondeantes cabellos y crines, como tinta vertida en agua de un vaso, en lento y sinuoso descenso, o las ramas plurales de un sauce mecidas por vientos que soplan potentes sin ser huracán; todo, en sí y con sí, materia de esencia vital: frescura, fuerza y firmeza.

Braulio Condori, artista plástico y académico de la Universidad Pública de El Alto (UPEA), acierta al jugar con signos de naturaleza biológica opuesta, lo femenino y lo equino, para expresar inequívocamente que la mujer es un “corcel, sensual y seductor”. La metáfora está en caderas, piernas, cuellos, brazos, torsos femeninos, musculosos. Ya sea en vista dorsal (sentada, reclinada, recostada); o en vista frontal, con la virtud simbólica de la sinécdoque de la joven para enfatizar lo bello. Las piernas no hacen falta a una imaginación inteligente. Todas ellas son hermosas, sea en sepia, sanguina, carbón o pastel azul.

Lo original de esta muestra es lo no común, establecer la retórica no en el mismo encuadre de un mismo marco, sino externamente, conjuntando sus obras, ejecutadas en dos momentos distantes y con dos talantes distintos: desnudos de mujeres y caballos. Los corceles tienen su encanto, como es clásico en la mano de Condori, sea en la técnica y dimensión que aplique, en esta ocasión el dibujo. Dotados de calidad expresiva y bronca acción, de costado o de grupa (en sanguina, sepia y carbón), la metonimia, o sea, el traslado del signo femenino al equino y su comparación por contigüidad, son las crines y las colas alborotadas, prolongadas al infinito, cual cabelleras de mujer, sacudidas por un ventarrón.

La naturaleza agreste animal nos traslada a una llanura, con las líneas que el artista suelta entre las patas y cascos de los rocines para sugerir el pastizal. Y porque, en sí, solo un campo libre y abierto es espacio ad hoc a la esencia montuna y ruda de los pencos, plasmada en semejantes giros, torceduras de cabeza y dobleces de sus patas. Una muy acuciosa observación del comportamiento equino por parte de Condori.

Mujeres hermosas y caballos briosos, equiparados conceptual y gráficamente por una parte del todo: cabellos y crines en movimiento; y por la marcada y recia musculatura. Ni ellas ni los otros desmerecen: el espíritu femenino y la estampa indómita son poéticamente realzados. La exposición, titulada “Entre cabellos y crines aventados”, estuvo abierta del 23 de abril al 10 de mayo en el salón María Esther Ballivián, de la Casa de la Cultura Franz Tamayo.

Es docente e investigadora de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) de la Ciudad de México.

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Ernesto Cavour, vibrante mito

Un cerebro a la orden del movimiento y la ejecución de un cuerpo y un espíritu pleno... Ernesto Cavour es infinito.

/ 16 de noviembre de 2018 / 04:28

Char, char, charrr, charanguito… tatiu, tatiu, tatiuuu… sonó por aquí, allá y acullá, el sortilegio de las cuerdas afiebradas por unas manos de picaflor engolosinado con mil y un fantasías, en bulliciosa actividad…

Era nada menos que el mago de la música boliviana Ernesto Cavour Aramayo, bajo el cielo chilango y en el espacio acústico Incalli Ixcahuicopa, de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), unidad de Azcapotzalco, de la Ciudad de México, en la semana titulada Plenilunar Bolivia de Sol grande, realizada del 2 al 11 de julio de  2008; o sea, hace 10 años, que se fueron fugazmente cual loca pasión “que llega como el champán y se va como vino”, según burbujeante adagio del Coco Manto.

Para la buena ventura universitaria, y contrario sensu del meteórico paso del tiempo, el maestro Cavour sedujo nuestro corazón como las fabulosas Caliope y Euterpe que, en rampante aleteo al filo del monumental Palacio de Bellas Artes, fascinan a los mortales. Cada resonancia del ilustre charanguista, en armónicos tonos bajos, medios, finos: pi,pi,pi; ti,ti,ti; pr, prrr, prrr; schrish, scrishh, scrishhhhh; putucum, putucum, putucum…, transportada por la fuerza del dios mexica del viento, Ehécatl, nos elevó en un convoy de etéreos cirros, nimbos y altoestratos, por el celeste firmamento.

De mito a mito, vale el contrasentido, pues en tertulias, recitales y conciertos al aire libre convivieron los espíritus más dispares —clásicos y tradicionales— gozando de la música, composición e invención del genial Cavour.

Por la Plaza Roja de la UAM también danzaron diablos, caporales y tinkus. Las cintas Sangre del cóndor y El coraje del pueblo, de Jorge Sanjinés, colmaron las salas de cine. En biblioteca y galerías se vio arte pictórico de Sonia Rivera, Gonzalo Torrico (†) e Iván Castellón; y fotografías de mi autoría sobre la estética urbana de La Paz. La comunidad boliviana degustó salteñas y té de coca. Desde luego, el entonces embajador de Bolivia en México, Jorge Mansilla Torres (el Coco Manto de los irónicos gracejos, epigramas y sonetos), disertó sobre la política plurinacional.

Con el apoyo solidario que la UAM Azcapotzalco ha prodigado siempre a este país del continente sur, hermano en historia y cultura, y al embajador Mansilla, durante su gestión la magia de Cavour se extendió a la capital de Puebla y al municipio de Metepec, del estado de México.

Formidable aventura para mí fue acompañar al maestro boliviano y atestiguar cómo, pese al trajín en tan delirantes recorridos, afinaba sus cordófonos, con serenidad y cuidado pasmoso y, sin demora, conquistaba a su público al develar la curiosa progenitura de su arpineta o charango cuadrado: “Una vez subieron a un vochito (Volkswagen) un arpa graaande, graaande y un charanguito (…) De ese dulce romance nació esta arpita”. E imitando graznidos, trinos, chillidos y feroces ruidos; y al ritmo sonoro de sus pies, voz cantante y parlanchina, tocaba por la derecha, por la izquierda, por arriba de la cabeza, por la espalda…

Vamos, un cerebro a la orden del movimiento y la ejecución de un cuerpo y un espíritu pleno… Ernesto Cavour es infinito. Enhorabuena por su Premio Nacional de Culturas con el que fue honrado en 2017 por el Estado Plurinacional de Bolivia.

* Docente e investigadora de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), unidad de Azcapotzalco, de la Ciudad de México.

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Del salvaje al indio endemoniado

La obra de fray Bernardino   justifica la conquista desde una óptica trascendental.

/ 2 de agosto de 2017 / 04:03

La disputa sobre el indio bueno y el indio malo fue enconada durante el largo dominio europeo en América, y es candente hasta nuestros días; por ello, sigue en la lupa de filósofos e historiadores. Ideas, protagonistas y documentos son abundantes; empero, no inabordables. José Antonio Ortega y Medina, agudísimo talento del siglo XX en la historia indiana, desbrozó obras y autores para nuestra comprensión del problema, llevándonos en libre, pero no lesa falta de cronología, a saltos, ida y vuelta, por la forja de la conciencia indígena.

En Nueva España, después de que el extremeño Hernán Cortés nombrara así al territorio que conquistó, aduciendo semejanzas entre el Anáhuac develado y la Castilla hispana, justamente él y el misionero fray Bernardino de Sahagún dan un sesgo en la concepción colombina del indio salvaje. Cortés asume el encuentro trascendental de dos culturas: la española y la india. Reconoce la civilización de los aborígenes vencidos, de ahí que busque un intercambio, pero desde su punto de vista de cruzado medieval que condena al indio no por su naturaleza, sino por su espíritu, que es presa del Demonio, que lo avasalla, engaña y corrompe, haciéndolo vivir en sodomía, antropofagia y abominaciones horribles que deben ser punidas. El molde usado por Cortés para la fundición cultural fue, obviamente, el sistema de gobierno español y los valores religiosos cristianos.

Una vez en Nueva España, los 12 franciscanos llegados a la tierra firme que llamaron la Vera Cruz comenzaron la tenaz lucha de expandir la buena nueva, el Evangelio, y contra el Maligno y sus protervos secuaces, embaucadores y seguidores. Bernardino de Sahagún, condolido e indignado, emprendió una titánica lucha contra el señorío y la sevicia satánicos, no con espada ni broquel, sino con la cruz y la pluma para abrir brecha en la dolorosa idolatría a fin de liberar a los hermanos indios de la red demoniaca que los aprisionaba y envilecía.

A su vez, el filósofo mexicano Luis Villoro profetizó que la obra de fray Bernardino no iba a ser un palacio ni un imperio, sino tan solo un libro, con el cual “la tierra diabólica quedará apresada y vencida sin remedio”; su Historia general de las cosas de la Nueva España fue poderosa arma espiritual para frailes y sacerdotes, valioso instrumento y vademécum para que “el bien triunfara sobre el mal, y la luz ahuyentara a las tinieblas”. La historia sahaguniana justificaba la conquista desde una óptica trascendental: el justo castigo divino que los indios debían expiar.

El azteca o mexica era un pueblo ciego, consagrado a los demonios. Sus creencias y fiestas religiosas eran bárbaras, orgiásticas, enajenantes y monstruosas. En su gentilidad, los indios eran enemigos de Dios; y, por consiguiente, seres humanos empecatados y condenados por la ira del Señor.

Sahagún admira y condena, examina y juzga al indio y su cultura. El indio conserva la razón natural que guía su alma, con la que construyó una sorprendente civilización. No obstante, pese a su caída y haber delinquido, no dejaba de ser hermano y prójimo de los cristianos, en tanto hijo del tronco común humano adánico. Por tanto, tras el aniquilamiento purificador, el converso es un nuevo indio “libre de pecado”, es decir, cristiano.

Como siempre, hay sin embargos, ese monumental libro del siglo XVI es hoy uno de los documentos claves para que estudiemos a nuestras culturas precolombinas; contiene gran cantidad de datos, escritos y gráficos que Sahagún reunió de boca y mano de los indígenas y que dejó en lengua española y náhuatl. La Historia general de las cosas de la Nueva España es, así, un montón de paradojas.

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Retórica del paisaje fantástico

La artista Gloria Kawaguchi ha hecho posible que una hoja natural exprese.

/ 21 de junio de 2017 / 04:02

Natura sobre natura o la antítesis de la idea en la materia; la paradoja de lo grande en lo pequeño; o la inversión del sentido del signo: el paisaje contenido en un mínimo fragmento de él. Todo ello resulta de la transformación de una hoja natural, que bajo el título de Paisaje fantástico le ha dado la artista paceña Gloria Kawaguchi a su reciente trabajo estético.

Es común, en ámbitos comerciales y educativos, imitar hojas y plantas naturales con materiales artificiales para construir un mundo semejante al real que, en términos semióticos, nunca será idéntico, porque lo único idéntico al objeto es el objeto mismo. Menos habitual es la acción contraria, pues los productos de la naturaleza difícilmente engañan a los sentidos humanos, salvo los animales que se mimetizan adoptando formas, texturas y color de la vegetación de su hábitat.

Una hoja suele hablar por sí misma si se le observa en detalle, unida a su planta matriz: color, perfil, dimensión, grosor, nervadura, olor, frescura, deshidratación, etapa de desarrollo. Pero Gloria ha hecho posible que una hoja natural exprese ideas en imágenes, y que muchas hojas motiven numerosas ideas, al trasladarlas, con signos simples o complejos, a nuevos espacios de significación.

Estas hojas no engañan. No son hojas de papel que imitan follajes de arbustos y árboles. Las hojas están ahí, tangibles, con plena potencia existencial creando ese significado reiterativo, tautológico: paisajes naturales ejecutados en hojas provenientes de un paisaje natural.

Desprendidas de la rama donde existieron y cuidadosamente tratadas para que cuatro de sus cualidades permanezcan inalterables, las hojas de Gloria prolongan su ethos, o carácter natural, si vale llamarle así a la forma, dimensión, sustrato y bordes de origen. Y al mismo tiempo las hojas, en estado de conservación, asumen un estatus simbólico, al ser transformadas en soporte del pathos, apelando al símil del discurso emocional e imaginativo.

Natura sobre natura o la antítesis de la idea en la materia: la ilusión y la fantasía para mover las fibras de la contemplación, la ensoñación, la tranquilidad del espíritu, todo en el espacio físico de un microcosmos. Acercarse a la hoja acunada en cristal es hallar por el vano un paisaje selecto. Concentrar la atención de los bordes al centro es estar a la orilla de un estanque en reflejo.

¿Quién no anhela alejarse del mundo violento para andar por un bosque en penumbra, la montaña azulosa y entre valles floridos, en una alegre cascada, una mística luna, el oleaje marino, la corriente espumosa, el riachuelo apacible, la mañana brumosa?

El paisaje en la hoja, cual impronta fugaz de un rayo en el cielo, amerita el click del recuerdo mental que registre un dato: tales hojas, recolectadas y transformadas en obras de arte en Santa Cruz, han sido recientemente expuestas por su creadora, Gloria Kawaguchi, en el Círculo de la Unión de La Paz, para el gusto y aprecio de un nutrido público.

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Un clásico de la opinión pública

Rivadeneira construyó un discurso teórico sobre la opinión pública accesible, coherente y profundo.

/ 7 de junio de 2017 / 05:26

Sabio, de la A a la Z, en teoría de la opinión pública, comunicación, idioma español y periodismo, el doctor Raúl Rivadeneira Prada (Sucre, 1940-2017) nos prodigó, durante cinco décadas, sus luces a través de un vigoroso acervo editorial que desbordó los límites de Bolivia hacia toda América Latina y países de habla hispana.

En la época de las dictaduras militares (de los 70 a los 80), trabajó en el exilio como académico de la UNAM y de otras universidades mexicanas. Jamás perdió el tiempo. De 1976 es la primera edición de su libro La opinión pública: análisis, estructura y métodos para su estudio, que publicó y sigue reeditando Trillas (México). ¿Qué fue lo que convirtió a esta obra en la clásica de clásicos, al lado de los filósofos anglosajones Joseph Klapper, Kimball Young, Paul Lazarsfeld y Hans Speir en la enseñanza del periodismo y la comunicación? La razón es que Rivadeneira, nutrido de ellos y muchos otros, construyó un discurso teórico propio sobre la opinión pública, accesible, coherente, claro y profundo. Y, desde luego, en español.

“La historia de la opinión pública está por hacerse”, dijo al abrir el capítulo donde justamente, en una magistral síntesis, va de Aristóteles y Platón a Marshall McLuhan, pasando por Lutero, Rousseau, Glanwill, Hobbes, Temple, Locke, Voltaire, De Renaudot, Richelieu, Mirabeau, Brissot, Condorcet, Marat; Napoleón, Talleyrand, Walter, Reuter, Hitler, Kennedy y Kruschev.

Con estima a sus aportes, asumo su idea nuclear: “La opinión pública es un producto de opiniones individuales sobre asuntos de interés común y que se origina en las formas comunicativas humanas; en procesos individuales, primero, y en procesos colectivos, después, en diversos grados, según la naturaleza de las informaciones compartidas por los individuos, a la vez que influidas por los intereses particulares de los grupos afectados”.

Y su crucial advertencia: “Mas no toda opinión individual es apta para la formación de opinión pública”. Ejemplo: “Simpatizo con personas que llevan cabellera larga; pero esa preferencia carece de contenido trascendental para generar opinión pública, aun cuando existan varias personas que coincidan con ese gusto”.

“La creación de un impuesto nuevo afecta mi economía tanto como la de millones de ciudadanos; la conducta política de una autoridad de gobierno afecta mis derechos civiles al igual que la de quienes me rodean; de donde se desprenden actitudes de rechazo o aceptación y quizá de indiferencia, pero siempre en la relación pública del hecho. Cuestiones de orden colectivo, inherentes a la ‘res pública’, gestante de la institución jurídico —política llamada República— , son los núcleos que aglutinan las opiniones individuales”.

Cierro este memorial con otro de sus avisos al poder: “Condición sine qua non para la opinión pública es que el sistema político reconozca, practique y garantice el libre ejercicio de las opiniones, y proteja con leyes adecuadas los derechos de expresión de los grupos sociales”.

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