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Jaloneos sobre el bueno y mal indio

Desde su arribo a las islas caribeñas, Cristóbal Colón envió en su primera carta a los reyes católicos (1493) su versión idealizada e interesada del indio manso (explotable) y del indio feroz (combatible y extinguible), definiendo así al salvaje bueno: “no son perezosos ni rudos, sino de un gran y perspicaz ingenio, amables y benignos”. Y al mal salvaje: “los Caribe o caníbales se alimentan de carne humana”.

La existencia de ese “nuevo mundo”, con habitantes semejantes y diferentes a los europeos, conmocionó la concepción histórica-teológica de la cultura cristiana, poniendo en crisis la idea tripartita y jerárquica de los exclusivos continentes de Europa, Asia y África, y “dudando” de que esos seres fueran humanos.

Sobre “la naturaleza bestial del indio americano”, el filósofo-historiador mexicano Edmundo O’Gorman, en un provocativo ensayo de 1941, se preguntaba si “realmente todos los hombres son hombres”. Es obvio, respondió el historiador del exilio español Juan A. Ortega y Medina, que entre un hombre y otro existen diferencias sustanciales; pero O’Gorman solo nos puso en guardia sobre el supuesto de una igualdad antropológica y cultural, de idéntico fondo espiritual, como si no fueran distintos “Erasmo y el negro perdido entre la maleza africana”.

Con tal ejemplo, Ortega no pretendía dar validez a un trasnochado, amoral y acientífico racismo, sino evidenciar que en los inicios del dominio español, el consejero real Juan Ginés de Sepúlveda, como otros, consideró al aborigen “un mentecato de natural condición servil, poca razón y bajos juicios”, para poner en duda su plena capacidad racional, y dar derecho a los europeos para imponer un gobierno despótico, que obligara a los indios a ser “auténticamente humanos”, es decir, hombres “virtuosos” y cristianos.

Tal debate entre colonos y religiosos dominicos se extendió hasta instalarse en la Corte de Barcelona, en presencia del rey Carlos I de España. Allí, fray Bartolomé de las Casas abogó por los indios como “capacísimos a la fe cristiana y su toda virtud, buenas costumbres, razón y doctrina y, de natura, libres”. Empero, hacia 1520 fray Tomas Ortiz volvió ante el Concejo con sus “razones” para justificar la esclavitud: “los caribes eran sométicos (sodomíticos) y como asnos desbocados, iban desnudos, borrachos, bestiales en sus vicios, traidores, crueles, vengativos, enemigos de la religión, haraganes, ladrones, mentirosos, de bajos juicios y apocados, cobardes y sucios como puercos”.

Hubo réplicas, bulas pontificias y más enconadas disputas que la autoridad papal no pudo acallar. En su Apologética, Bartolomé dio argumentos formidables para la defensa racional y cultural del indio, basado en la capacidad política de aztecas e incas para gobernarse. Claro, sin dejar de lado lo “negativo” de su cultura, o sea, antropofagia, sodomía y sacrificios humanos.

Filosóficamente, requerían un concepto operativo del indio que sirviera al programa misionero de la evangelización y la transculturización cristiana católica en América, argumentando la capacidad o incapacidad racional de los naturales para hacer factible el proceso, y justificar el derecho de conquista y de la posesión de las tierras del nuevo mundo. Ortega y Medina va más al fondo de esa discusión en su obra Imagología del bueno y del mal salvaje (FFyL, UNAM, 1987); examinando a los campeones de la causa indófila del siglo XVII, y otra polémica en la Europa ilustrada del siglo XVIII, que sometió a un severo juicio ético e histórico a la América indiana. Pero ése es otro cantar.