Una de las mayores causas de desigualdad entre hombres y mujeres radica en la imposibilidad de lograr la democratización del trabajo doméstico y de los cuidados en el ámbito familiar. La mayor parte de las mujeres sigue cumpliendo con la dura tarea de invertir tiempo en el cuidado y reproducción de la vida de los demás, en desmedro de la suya. Sus tiempos, la utilización que pueda hacer de ellos y la realización de sus propios proyectos de vida siguen postergados y dependientes del tiempo residual que le dejan los grandes y pequeños consumidores de su tiempo. La asunción casi exclusiva del trabajo doméstico y de cuidado, no remunerado, tiene efectos multidimensionales en la vida de las mujeres, limitaciones para acceder a procesos de formación y profesionalización, a trabajos remunerados, a ejercer su autonomía económica, a espacios de distensión y de descanso.

Estimaciones realizadas en el último quinquenio en algunos países latinoamericanos establecen un aporte económico del trabajo no remunerado de cuidado al Producto Interno Bruto Nacional (PNB) entre el 15% y el 24%. Si tomamos en cuenta la doble jornada laboral que realizan las mujeres; que sus ingresos en términos salariales representan el 77% de lo que ganan los hombres; y que no existen políticas de conciliación entre la vida laboral y familiar fomentadas desde el ámbito privado y, menos aún, desde el ámbito público, difícilmente podemos hablar de igualdad.

La vida de las mujeres transcurre sin que la gran mayoría repare en el verdadero esfuerzo, tiempo y trabajo que esta labor supone. Invisibles a los ojos de los demás, se despliega una de las tareas sin la cual el sistema económico de reproducción del capital y de la fuerza de trabajo que lo sostiene colapsaría.

La práctica democrática no solo está vinculada a procesos eleccionarios o de representación política, también contempla el ejercicio político de la democratización del trabajo de cuidados. No podemos hablar de igualdad entre hombres y mujeres si no somos capaces de cuidar de nuestras familias, de preparar alimentos para ellos/as, de proveer de espacios limpios saludables donde posibilitar su desarrollo; es decir, si no somos capaces de hacernos corresponsables de los procesos que sostienen la vida.

La persistencia de desigualdad en la distribución del trabajo doméstico y de cuidado es estructural. Por ello, la necesidad de asumir corresponsabilidad en el trabajo doméstico y de cuidados ya no es una opción, sino una exigencia que compromete a los/as integrantes de las familias, a la sociedad en su conjunto y al propio Estado como garante de derechos.

A propósito de estas reflexiones, el 22 de julio es el Día Internacional del Trabajo Doméstico, con la propuesta de que las mujeres nos permitimos tomarnos “vacaciones”, haciendo una pausa en el trabajo remunerado. Sin embargo, nos espera el incremento del trabajo que no tiene horario, que no admite excusas ni enfermedades, en el que nadie repara y que sin embargo nunca se acaba, el trabajo que, alimentado por siglos como el más abnegado y sacrificado, todo lo entrega, todo lo soporta y todo lo tolera. Ese es nuestro reino, pues somos las reinas del hogar, “amas de casa” con las que nadie discute, pues nuestro oficio es mandar sobre escobas, ollas, trapeadores y planchas, para que aquel que fue creado a imagen y semejanza de Dios pueda seguir disfrutando del solaz de ser hombre.