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Dialogar sobre el diálogo

Ecuador está todavía viviendo la resaca de un proceso electoral que lo polarizó en grado extremo, hiperexacerbando las emociones que forjaron identidades antagónicas en 10 años de gobierno del expresidente Rafael Correa, en los que tuvo que dinamizar cambios enfrentando a grupos oligárquicos que nunca dejaron de confrontarlo política-mediáticamente.

En este ambiente acumulado de simbolizaciones que legitiman la diferencia, las desacreditaciones y las reivindicaciones tensionadas desde intereses no coincidentes, cumpliendo con una promesa de su campaña, el presidente Lenin Moreno impulsa de propia iniciativa, sin presiones, un diálogo nacional para la reconciliación de un país en el que sus ciudadanos se acostumbraron a desconfiar —con justificadas razones— de los opuestos, asumiendo como criterio válido de hacer política la lucha por la hegemonía con confrontaciones.

Así dadas las cosas, el diálogo se (des)apropia como un motivo más de la estructura acumulada de conflictos, juzgándose por los opositores como una oportunidad para su reposicionamiento, y por algunos militantes del partido de gobierno, como un riesgo de retrocesos en las conquistas históricas de la revolución ciudadana. A sus ojos no debe serles fácil ver al Presidente sentado en la misma mesa con líderes de una derecha que defenestró la revolución ciudadana; y tiene que ser más difícil aún observar cómo medidas tomadas por el anterior gobierno del mismo partido son revisadas en aras del diálogo.

El inicio del diálogo bajo estas características ha provocado la reacción airada del exmandatario Correa, quien califica el proceso como desleal y mediocre, poniendo en cuestionamiento sus alcances y naturaleza. Como respuesta, el presidente Moreno remarca que hay un cambio de estilo, pero que se trata del mismo proceso, porque se actúa con apego a los principios y valores de la revolución ciudadana por la que votó la mayoría de la población ecuatoriana.

El diálogo se ha iniciado con concesiones gubernamentales de fuerte envergadura, que ciertamente tienen la capacidad de cambiar el escenario de la confrontación por el de la disposición a intercambiar criterios y asumir corresponsabilidades, pero que al mismo tiempo son tantas que muchas de ellas podían haber sido resultados del propio diálogo. Además, son tan relevantes que empujan a que las demandas de los opositores excedan los alcances de un diálogo pensado en los tres pilares del Plan Nacional de Desarrollo: derechos para todos durante toda la vida; economía al servicio de la sociedad; y más sociedad mejor Estado.

Por ejemplo, en la apertura del diálogo con las organizaciones indígenas se les concedió en comandato por 100 años la sede que estaba por ser revertida al Estado; se indultó a líderes presos por actos de violencia; se devolvió el manejo de la educación intercultural y bilingüe que se había centralizado en el Estado; amén de otras medidas que, como ya dijimos, podían haber sido resultado de negociaciones. La respuesta indígena, en la palabra de los mismos líderes que en las recientes elecciones apoyaron a la derecha opositora, consistió en el anuncio de un Plan del Estado Plurinacional e Intercultural con demandas históricas que sugieren cambios estructurales.

Se hace necesario un diálogo sobre el diálogo, escalando al sentido de la frónesis o prudencia, con la sensatez que requiere expresarse en una sabiduría práctica para la concordia. Esto es la virtud de fomentar la reflexión y las argumentaciones comprendiendo, previendo y asumiendo conscientemente acuerdos trascendentales para el Ecuador en la línea de una revolución cuyo ethos radica en la opción preferencial por los más pobres.