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¿Quiénes son los terroristas?

Nada ha proporcionado tantas justificaciones a los terroristas como el wahabismo

/ 30 de julio de 2017 / 13:50

La monarquía saudí sabe mucho de terrorismo. Su experiencia le viene de muy lejos y su enorme autoridad tiene raíces en los dos bandos, en el de las víctimas y en el de los victimarios. El destituido príncipe heredero, Mohamed Bin Nayef, por ejemplo, es un experto mundial en la materia, muy bien considerado por las agencias occidentales por su dedicación a combatir a los terroristas y a reinsertarlos. Pero también ha sufrido atentados, cuatro concretamente, uno de los cuales estuvo a punto de costarle la vida, cuando un terrorista aparentemente arrepentido al que recibió en su despacho hizo estallar un artefacto que llevaba en el recto.

Entre los dirigentes saudíes ha habido de todo. Príncipes y monarcas proclives a fomentar el terrorismo y otros más proclives a combatirlo. Pierre Conesa, especialista francés en terrorismo yihadista, empieza su ensayo Doctor Saud y Míster Yihad. La diplomacia religiosa de Arabia Saudí con unas cifras elocuentes:

“Los saudíes constituían el contingente más numeroso de los combatientes extranjeros contra el Ejército Rojo en Afganistán (5.000), de los terroristas del 11-S (15 de los 19), de los prisioneros de Guantánamo (115 de 611) y ahora mismo de los extranjeros del Estado Islámico en Siria e Irak con 2.500 personas”.

Nada ha proporcionado tantas justificaciones a los terroristas como el wahabismo, la doctrina religiosa oficial en Arabia Saudí, practicada bajo la vigilancia de una casta celosa de policías y clérigos mimados y privilegiados por el régimen. El wahabismo propugna “un islam milenarista, misántropo, indomable, belicoso, anticristiano, antisemita y misógino”, según el politólogo tunecino Hamadi Redissi. No se entiende la fuerza del terrorismo sin la extensión de estas doctrinas por el mundo gracias a las inversiones en enseñanza y diplomacia religiosa que viene haciendo Riad desde hace al menos 50 años, primero para combatir al laicismo izquierdista, y luego para atacar a Occidente e Israel. El periodista argelino Kamel Daoud lo sintetizó en un brillante artículo en The New York Times titulado Arabia Saudí, un ISIS que ha triunfado (20-12-2015).

Atender a la autoridad y criterio saudíes a la hora de juzgar quién es terrorista, como ha hecho Donald Trump, es pedir consejo a la zorra para proteger a las gallinas. Es nula la credibilidad de las acusaciones de complicidad con el terrorismo lanzadas contra Qatar, que en ningún caso protege a los grupos terroristas más de lo que ha hecho Arabia Saudí, con el eximente de que los cataríes han apoyado los movimientos democráticos en la región a través de la cadena de televisión Al Jazeera.

Es interesante notar que los terroristas arrepentidos reciben mejor tratamiento en Arabia Saudí que los presos políticos detenidos por las protestas democráticas o que los presos de conciencia, como Raif Badawi, escritor y bloguero detenido desde 2012 y condenado a 10 años de prisión y a 10.000 latigazos —suministrados de 50 en 50 durante 20 semanas— por insultar al Islam, una imputación que también le habrían hecho los asesinos del Estado Islámico. Los saudíes podrían empezar a hablar de terrorismo con autoridad si antes dejaran en libertad a Raif Badawi.

Es columnista y director adjunto de El País.

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Trump: fiel a sí mismo

Trump destruye todo lo que toca, no fue excepción el primer debate entre los candidatos a la presidencia

/ 7 de octubre de 2020 / 09:27

No hubo debate. No puede haberlo con este presidente. Si Donald Trump no ha respetado nunca la regla de juego, cómo iba a respetar la noche que acordaron los dos equipos electorales. No fue tan solo Joe Biden la víctima de sus groseras interrupciones sino que boicoteó al propio moderador, Chris Wallace, el experimentado periodista de la cadena amiga Fox News.

No podía haber sorpresas por este lado y no las hubo. Trump destruye todo lo que toca y no iba a ser excepción el primer debate entre los candidatos a la presidencia, hasta el punto de que este martes muchos se preguntaban si valía la pena repetir todavía dos veces más un espectáculo tan penoso, que en nada contribuye a prestigiar a Estados Unidos y a su sistema democrático.

Si acaso, la única novedad fue la entereza de Joe Biden, que no perdió pie en ningún momento del encontronazo, ni siquiera ante los ataques más ofensivos que afectan a su familia. No hubo debate, pero sí hubo vencedor. Trump no consiguió sacar partido de las evidentes debilidades de Biden, especialmente de su edad, su tartamudeo y sus vacilaciones. Ni siquiera le sirvió el contraste entre su energía y su agresividad con la pasividad y la moderación de su contrincante. Al contrario, la conclusión de la noche para muchos votantes es que el soñoliento Joe puede ser un buen presidente, especialmente eficaz para pasar la página ominosa de la historia que representa la presidencia de Trump.

Si alguien llegó a imaginar que Donald Trump podía elevarse sobre sí mismo, abandonar por una vez sus habituales mentiras, sus provocaciones y sus bravuconadas, y ofrecer por primera vez y excepcionalmente una imagen presidencial, todos estos ensueños, razonables entre el republicanismo moderado, quedaron aventados este martes. Así obtuvo la presidencia, así ha conducido el país durante estos cuatro años y así quiere vencer de nuevo en noviembre, en el barro. Si la presidencia no corrigió ni moderó a Donald Trump, menos va a corregirle y moderarle una campaña electoral en mitad de una pandemia, una recesión económica y una oleada de protestas contra el racismo.

La dirección de la campaña electoral emprendida por Trump, confirmada por su comportamiento en el debate, sondeos electorales en mano, conduce hacia una derrota, solo reparable en el límite, en el escrutinio y gracias a la mayoría abrumadora de jueces conservadores con la que espera contar en el Supremo, una vez ratificado el nombramiento de la jueza Amy Coney Barrett. Le queda la estrategia de la intimidación del adversario, animando incluso a sus partidarios para que presionen a los votantes demócratas ante los colegios electorales. Para que estos desistan y no opongan resistencia a su absoluta resolución de mantenerse en la Casa Blanca.

El debate electoral es toda una institución política en Estados Unidos. Donald Trump, especialista en destruir instituciones, este martes fue particularmente eficaz en su labor. Convertidos en penosos espectáculos de boxeo político, de estos lances no salen vencedores sino derrotados, y el que más la democracia. De esta derrota Trump quiere extraer su victoria.

(*) Lluís Bassets es periodista, español. El País

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El daño ya está hecho

Incluso en el caso improbable de que Reino Unido siguiera en el club, nada volvería a ser como antes

/ 1 de abril de 2017 / 04:22

No sabemos cómo será el brexit. A juzgar por lo ocurrido hasta ahora, tiene que ser limpio y tajante. Duro, según Theresa May: una negociación dura para un brexit duro.

La foto fabricada para las primeras páginas (la Primer Ministra que estampa su firma bajo el retrato de Walpole, el primero de los primeros ministros) es todo un manifiesto. Eso es el brexit, resultado de un referéndum y de nueve agitados meses que culminan con la recuperación de la soberanía.

Hay un aire de familia con la iconografía catalana reciente: firmas solemnes para la historia, el mundo que nos mira, la soberanía reconquistada, una primera ministra camaleónica… También participa de su posverdad: el brexit no fue ayer, sino que se producirá dentro de dos años e incluso hay juristas que todavía lo consideran reversible.

Nadie puede excluir un nuevo referéndum, ni una caída del Gobierno que conduzca a una revocación. Hoy mismo hay señales de que May podría encarar un brexit blando después de prometer uno duro: la foto sería la culminación con la que empezaría el repliegue.

May quiso empezar a negociar desde el día en que entró en Downing Street antes de activar el artículo 50. Ahora quiere negociarlo todo en un gran paquete, en el que nada quede acordado hasta que todo quede acordado. De momento no lo ha conseguido: la negociación empieza tras la petición formal. Y con cada cosa a su tiempo: primero, liquidación de gananciales y estatus de los ciudadanos (británicos en la UE y europeos en Reino Unido); luego, el acta de divorcio; después el estatus futuro, si se ha llegado antes a buen puerto.

No cabe excluir el desastre: que dentro de dos años no haya acuerdo en nada y el divorcio se convierta en guerra monetaria, comercial, fiscal y diplomática. Esta vez, la división está del lado de Londres, mientras que los 27 mantienen su unidad ante quien quiere tratarles como el imperio británico a las colonias.

Incluso en el caso improbable de que Reino Unido siguiera en el club y se recuperara el acuerdo rechazado en referéndum, nada volvería a ser como antes. Ahora sabemos que este es un club del que se puede salir y con las más aviesas intenciones, tal como lo entienden Farage, Le Pen, Trump o Putin.

El brexit, que todavía no se ha producido y jurídicamente no sabemos cómo se resolverá, es una realidad política desde el mismo día del referéndum. La desconexión es un hecho. La actitud de Londres ha transformado a la UE. Nadie puede pensar en ampliaciones después de este fracaso. Ya no actúa el freno británico para sucesivas cesiones de soberanía hacia “la unión más estrecha”: de ahí la idea resurrecta de las dos velocidades.

También hay decisiones de millares de empresas, sobre inversiones y localizaciones, que no tienen retroceso. No lo tienen tampoco las que han tomado sigilosamente gobiernos e instituciones internacionales. Incluso sin brexit, la City tendría ahora problemas para mantener su estatus de capital del euro fuera del euro. El daño ya está hecho.

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Obligaciones soberanas

La nueva Casa Blanca estará llena de 'guerreros' negacionistas del cambio climático

/ 10 de enero de 2017 / 05:17

La idea de un mundo gobernado es ajena a la mentalidad de quienes, como Donald Trump, propugnan el regreso de Estados Unidos a una grandeza perdida con la regla de oro de situar el interés de su país por encima de cualquier cosa. Aunque America First es lo más parecido al espanto del prohibido Deutschland über alles (Alemania sobre todo), nada en los nombramientos del presidente electo desmiente hasta ahora este nuevo rumbo guiado por el interés de las grandes empresas estadounidenses a costa de sembrar el caos en el resto del planeta.

En la próxima administración serán numerosos y brillarán los “guerreros” negacionistas del cambio climático: el secretario de Energía, Rick Perry, quería eliminar su departamento cuando fue candidato en las primarias republicanas; el de Interior, Ryan Zinke, es un enemigo declarado de los ecologistas; el de Medio Ambiente, Scott Pruitt, nunca ha creído en el objeto que trata su agencia; y el de Estado, Rex Tillerson, presidente de Exxon Mobil, cuenta como bazas su amistad con Vladímir Putin y la envergadura de la empresa que ha presidido hasta ahora, capaz de contravenir los intereses de su propio gobierno, como sucedió en Irak, donde se alió con los kurdos en detrimento del Gobierno de Bagdad.

Soberanía no es únicamente dominio, sino sobre todo responsabilidad, especialmente respecto a la población. Un Estado que no garantiza la vida y las libertades de sus ciudadanos no merece su reconocimiento como legítimamente soberano. Se trata de la responsabilidad de proteger que abre la puerta al derecho de injerencia y tuvo su momento culminante, y probablemente último en muchos años, en la intervención de la OTAN en Libia, cuando la protección de la población rebelde de Bengasi ante la ofensiva militar de Gadafi llevó a un cambio de régimen, tarea para la que nadie tenía autorización legal.

La llegada de Trump a la Casa Blanca ha superado de un manotazo todo el debate sobre el orden internacional y las limitaciones a la soberanía de los Estados. Con los populismos regresan los deseos de soberanía nacional en competencia entre Estados dispuestos a perjudicar al vecino en una selva hobbesiana donde se impone la ley del más fuerte. Para la diplomacia y la comunidad de las relaciones internacionales, esta regresión es lo más parecido a una catástrofe. De ahí que la veterana revista Foreign Affairs, surgida en 1922 al calor del internacionalismo wilsoniano, haya querido en su próximo número ofrecer un abanico de ideas que puedan servir como alternativa al vacío trumpista. Entre ellas destaca el concepto de obligaciones soberanas, que son las que tiene todo Estado respecto a los otros Estados y a los ciudadanos del resto del mundo.

* es periodista, director adjunto y  columnista de El País.

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Separarse del mundo

Aunque digan lo contrario, los euroescépticos no quieren separarse de la UE, sino del mundo.

/ 13 de junio de 2016 / 11:31

Solo con la pérdida se conoce el valor de las cosas. ¿Qué sería para el mundo un Reino Unido fuera de la Unión Europea? Nadie se había planteado seriamente tal eventualidad hasta que David Cameron tuvo la ocurrencia de someterla a referéndum y las encuestas empezaron a girar en favor de los euroescépticos.

A la vista de las reacciones internacionales, el resultado no puede ser más concluyente. Si se descuenta a Donald Trump y a Marine Le Pen, casi nadie considera que el Brexit sea bueno para sus países respectivos. Nada sale tan valorado en la prueba como la posición singular del Reino Unido dentro de la UE y su capacidad para conectar desde esta posición con el mundo transatlántico e incluso la globalidad entera a través de sus antiguas colonias de habla inglesa de la Commonwealth.

El referéndum sobre el Brexit ha pillado a la UE en su peor momento, bajo la tensión de varias crisis acumuladas en torno a la moneda, los refugiados, el terrorismo o las fronteras con Rusia. A pesar de ello y de que el euroescepticismo sigue creciendo, los europeos ven mayoritariamente el Brexit como un mal negocio, según una encuesta del Pew Research Center en 10 países miembros de la UE. Donde más, en Suecia, donde un 89% considera que perjudicaría a la UE, y donde menos en Italia, donde la cifra solo llega al 57%.

La lista de gobernantes y responsables de instituciones internacionales que se han pronunciado por la permanencia es inacabable. Junto a las dificultades de los acuerdos de separación y la renegociación de tratados comerciales, el mayor desperfecto sería la carambola geopolítica. Se da por seguro que Escocia reabriría su contencioso, al que podría seguirle Gales, y quedaría dañado el marco de paz entre protestantes y católicos en Irlanda del Norte, conseguido en 1998 en el horizonte de unificación con la República de Irlanda que posibilitaba la integración europea.

También afectaría a las Malvinas y Gibraltar, territorios que sufrirían las consecuencias económicas de la desconexión del mercado único europeo y verían estimulada la reivindicación de la soberanía por parte de Argentina y España. Los intereses de los 53 países de la Commonwealth en la UE deberían contar con Chipre y Malta como únicos abogados en vez de la potencia británica. Esta consideración vale también para otros países con especiales relaciones con Londres, como es el caso de Israel, uno de los gobiernos más discretos, que solo han insinuado su posición de forma oficiosa. Es sonoro el diplomático silencio de Putin, con su política exterior nostálgica respecto al imperio perdido. Para Rusia, cuanto más débil sea la UE, mejor; una visión que no comparten otras potencias como China o India, abiertamente contrarias al Brexit.

Las élites mundiales están en contra, pero esto nada garantiza en el intenso momento populista que atraviesan las democracias occidentales.

Según palabras de Robin Niblett, director del prestigioso think tank Chatham House, no es la soberanía británica lo que está en juego en el referéndum, sino el futuro del Reino Unido en la escena mundial. Aunque digan lo contrario, los euroescépticos no quieren separarse de la UE, sino del mundo.

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Churchill en campaña

Cameron defiende la permanencia en la UE con los viejos argumentos geopolíticos de Churchill

/ 20 de mayo de 2016 / 03:02

Churchill no lo haría. El inglés providencial no abandonaría a Europa en su momento más difícil. Al contrario, repetiría su gesto de 1940 cuando rechazó la negociación con Hitler y decidió seguir la guerra en solitario. “Solo puedo ofrecer sangre, sudor, esfuerzo y lágrimas”, dijo en los Comunes. Fue su finest hour.

La situación en que se encuentra Europa en nada se asemeja a aquella circunstancia trágica en los primeros compases de la Segunda Guerra Mundial. Si sirvieran los paralelismos, suscitados por la Gran Crisis y el ascenso de los populismos, la semejanza debería buscarse en la década anterior.

A pesar del tiempo transcurrido y de las diferencias, el primer ministro británico, David Cameron, ha querido evocar aquel momento churchilliano en su alegato en favor de la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea a principios de mayo en el British Museum: “Cuando tomo asiento en el Cabinet Room, siempre pienso en las decisiones que se tomaron en esta habitación en tiempos de oscuridad”. Ahí fue donde Churchill decidió rechazar las llamadas al apaciguamiento y la rendición: “Pienso en aquellos pocos que salvaron este país en la hora de un peligro mortal y que hicieron posible seguir la lucha y ayudar en la liberación de Europa”.

Es una ironía que quien ha convocado el referéndum sobre la salida de la UE ahora desenfunde la retórica y los ropajes churchillianos para argumentar que el máximo interés británico es permanecer en ella. No es la única: nadie ha explicado mejor que Boris Johnson, el exalcalde de Londres y brexiter que quiere sustituir a Cameron, en su libro El factor Churchill, los poderosos argumentos del histórico personaje en favor de una unión más estrecha de los europeos.

Cameron y Johnson, divididos por el Brexit, tienen una misma idea churchilliana de Europa: es del máximo interés del Reino Unido que ninguna potencia continental se imponga sobre las otras, y de ahí la necesidad de un sistema que neutralice la rivalidad entre Francia y Alemania e impida que Rusia se haga con el control del continente. Londres debe impulsarlo, garantizarlo e incluso partirse la cara para que exista como hizo en 1940, además de sacar todo el provecho en influencia, seguridad y prosperidad que puede darle un continente en paz. Pero haría un pésimo negocio e iría contra sus intereses si el resultado del referéndum fuera desencadenar una reacción en cadena que desestabilizara el continente e introdujera de nuevo la semilla de la discordia y de la guerra. Con este argumento, Cameron le ha ganado la mano a Johnson.

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