Crisis asiática: lecciones aprendidas
La estabilidad macroeconómica no es una herencia ni una invención del neoliberalismo
Han pasado 20 años desde julio de 1997, cuando el Banco Central Tailandés anunció la ruptura de la partida del baht (la moneda local) con el dólar estadounidense, ante el inminente agotamiento de sus reservas internacionales. Este hecho desencadenó una serie de eventos desafortunados como megadevaluaciones, la caída de Bolsas bursátiles y una recesión económica que golpeó a varios países del sudeste asiático como Singapur, Corea del Sur, Indonesia, Malasia y Filipinas, llegando a ser la peor crisis económica en su historia reciente.
Otrora el mundo entero quedaba admirado de los logros económicos que estos mismos países habían conseguido tres décadas atrás, con tasas de crecimiento de dos dígitos y una estabilidad macroeconómica envidiable, y que eran exhibidos en el mostrador de los organismos internacionales ortodoxos como la prueba indiscutible de las ventajas del libre comercio y el capitalismo financiero. ¿Por qué entonces en pocos meses se había desvanecido ese sueño? Entre las causas se encontró la rápida expansión del financiamiento externo y otros ingresos de capital de corto plazo en complicidad con un marco financiero más liberal que relajó el control del endeudamiento en un contexto macroeconómico marcado por la fuerte expansión del crédito doméstico, un aumento creciente del déficit de la cuenta corriente y la persistente apreciación de las monedas locales.
Llama poderosamente la atención que esos países que gozaban de cuantiosos superávits fiscales, estabilidad de precios internos y elevados coeficientes de ahorro e inversión no lograron escapar del fantasma de la crisis económica, tan pregonado por el libre mercado como condiciones sine qua non para garantizar los equilibrios.
A más de 17.000 km de distancia, en el continente sudamericano se vivía una suerte de recuperación de lo que había sido la crisis de los años 80. Desafortunadamente, los efectos de la crisis asiática se propagaron en la región, aunque con cierto rezago. Los canales de contagio fueron comerciales y financieros. Los precios de los productos de exportación cayeron y Brasil tuvo que devaluar a comienzos de 1999. Luego le siguieron el resto de las naciones. Entretanto, las bolsas y los sistemas financieros se vieron obligados a subir las tasas de interés para evitar ataques especulativos.
En Bolivia se saboreaba las mieles de la capitalización. Entre 1994 y 1998 la economía se expandió un 4,7% impulsada por la inversión extrajera directa (IED). Lamentablemente el sueño duró muy poco. En 1999 la economía solo creció 0,43%, la IED disminuyó abruptamente y la inversión total se redujo en cinco de los seis años siguientes, dando pie a un periodo de lento crecimiento.
En Asia, tras la crisis, se reforzó enormemente los mecanismos de cooperación multilateral como la Iniciativa Chiang Mai; se endureció la regulación financiera y la mayoría migró hacían regímenes más flexibles, aunque no renunciaron a su política de acumulación de reservas internacionales, que a la fecha representan cerca del 50% del total a nivel mundial, aspecto contraditorio. Pero el error no fue en sí mismo haber mantenido un fijo el tipo de cambio, sino la mala combinación entre esta media y las otras.
Para Bolivia fue una dura lección, pues tuvo que resignar el crecimiento en un contexto de pérdida de las exportaciones, tanto por las devaluaciones vecinas más agresivas como por los bajos precios de las materias primas, lo que no fue compensado por las minidevaluaciones, que a su vez no corrigieron nuestro saldo deficitario; al contrario, ahogaron aún más la economía doméstica que se encontraba sumergida en la dolarización.
La estabilidad macroeconómica no es una herencia ni una invención del neoliberalismo, sino, un resultado de las buenas prácticas y la combinación coherente de políticas económicas que todos los países buscan de maneras diferentes. He ahí la importancia en Bolivia de continuar manteniendo elevados niveles de reservas internacionales (en torno al 28% del PIB), un sistema financiero saludable, mayor orientación del crédito hacia actividades productivas y un continuo impulso a la inversión pública.
* es economista, docente de la UMSA, servidor público del Ministerio de Economía y Finanzas Públicas