El presidente Juan Manuel Santos, cruzó el lunes su último 7 de agosto, Día de la Bandera en Colombia. Y como ya no queda sino un año de su gobierno de los tiempos de la impopularidad, y ya se ha visto obligado a hablar de su legado, ha reconocido en una entrevista al diario El Espectador el que para mí es su principal logro: “el santismo, afortunadamente, no existe”. Quizás lo mejor de Santos es que no haya sido Uribe. Que por la razón que sea, por seriedad, por falta de carisma o por pudor, haya librado a su presidencia (discutible y delusoria como tantas otras) del peligrosísimo culto a la personalidad que ha estado a punto de vararnos en la violencia. Que a pesar de haber sido elegido por el uribismo, que en 2010 era un chavismo hipócrita y era unánime, le haya devuelto a Colombia y a su Constitución la idea de que ningún político es indispensable: Santos sí se irá.

El sábado 7 de agosto de 1819 las tropas republicanas lideradas por Simón Bolívar consiguieron, en el puente sobre el río Teatinos, la rendición de las fuerzas realistas y la independencia del Virreinato de la Nueva Granada. Es para conmemorar esa fecha que la política colombiana, sucia y enmarañada como la política en el mundo pero además en mora de desarmarse, suele contarse en sietes de agostos: los sietes de cada cuatro años (coinciden con los mundiales de fútbol: 2010, 2014, 2018) llegan los presidentes a la Casa de Nariño. Y a Santos le queda un año nomás, como una resolución luego de ese clímax que fue el desmonte de las FARC, para que el suyo sea el gobierno del equipo de paz que supo deslegitimar la lucha armada, pero también, ojalá, el Gobierno que en la recta final dejó de ser cínico con la corrupción.

Puede definirse una persona por lo que pone antes y después de un “pero”: no es lo mismo decir “nadie debe ser asesinado, pero él era malo” que decir “él era malo, pero nadie debe ser asesinado”. Para mí, que tiendo al optimismo, la frase no es esta: “Santos logró que los índices del país mejoraran un poco, pero no pudo (o no quiso o no supo cómo) deshacerse de los barones electorales que han reducido esta democracia crispada a botín”. Para mí, la frase es la siguiente: “Santos no se libró de los empresarios de la corrupción, ni de los mercaderes de votos que eligen a los presidentes, pero se jugó su presidencia por el fin de una guerra de 53 años, traicionó al populismo uribista, que se zarandeaba, mayoritario e implacable, entre nosotros, y devolvió al país algo de la institucionalidad perdida”.

Yo no he sido santista: el santismo, por fortuna, no existe. Yo no voté por Santos en 2010 porque era votar por el delegado de Uribe, pero en 2014 voté por él para que terminara su proceso de paz. Y aunque su gobierno haya sido pródigo en flojos y en flojeras; aunque su gobierno le eche la culpa de todo, incluso del mal momento de la economía, a la saña de la ultraderecha, alivia reconocer que ha criticado la guerra contra las drogas, que ha reconocido la participación del Estado colombiano en esta violencia y se ha puesto de lado de las luchas por la igualdad: Santos habrá dicho y urdido tonterías, pues el político muere por la boca, pero no lo ve uno calumniando a sus opositores, como lo ha hecho Uribe, a pesar de los llamados de atención de la Justicia, para enlodarlos para siempre.

En el futuro, en la historia, lo más importante de Santos será, repito, no haber sido otro candidato eterno, otro mesías. Es triste, sí, pero, en estos tiempos en los que todos los políticos solo serán populares por 15 minutos, es mucho que se haya apartado del caudillismo, de la omnipotencia, del fanatismo. Hay y habrá mucho por discutir sobre estos años. Pero piense usted esa gran diferencia: Santos al menos se irá.