Viejo indigenismo redivivo
Ese ‘otro’ sigue siendo referido como ‘los indígenas’, atavismo de una condición subalterna.
En tiempos de cambio político, definido por la emergencia de un neoindigenismo que politizó el problema étnico desde la palestra izquierdista, y sobre todo en tiempos de una supuesta democracia intercultural con sus aditamentos de lucha contra el racismo y la puesta en práctica de un proceso de descolonización, se antojaba la superación de aquel viejo indigenismo de rasgos paternalistas que contribuyó a la reproducción de la condición subalterna de los indios.
Ese viejo indigenismo, tan viejo como la historia misma de la colonización, era representado así por una sensiblera preocupación por los indios en quienes identificaban la ausencia de razón y espíritu; la ausencia de capacidades y habilidades; la ausencia de creencias fundamentadas y cuerpo estilizado. Y en función de ello, sus practicantes se dieron a la tarea de cultivar en aquellos una razón occidental que como violencia simbólica encontraba su aparente contraparte en la violencia física y la eliminación. Seres impulsivos, irracionales y sin razón religiosa fueron en ese sentido objeto de domesticación en cuya cruzada participaron cuantos actores se creían llamados a producir la redención de los incivilizados.
Ese viejo indigenismo se reprodujo así en razón del persistente problema étnico en tanto componente irrebatible de una realidad que a muchos les parece caprichosa en la medida en que en su racionalidad el indio representó siempre un lastre social, según la herencia arguediana, o la fuente de la energía nacional, según la herencia tamayoana.
Así, próceres del indigenismo hubo muchos, desde doctorcitos liberales o conservadores redimidos, criollos y oligarcas, curas y sacerdotes, políticos y diplomáticos, gobiernos y ONG, indios educados e instruidos bajo los fundamentos del indigenismo, humanistas de las clases dominantes, aventureros que tomaron las armas tentados por ideologías importadas y reformistas del campo institucional, hasta más o menos originarios representantes indígenas educados en las ciudades o aculturizados en éstas. Y su contribución en el reconocimiento de los derechos de los marginados y los desheredados de su propia tierra fue innegablemente importante, ante un orden eternamente colonial. Quizá sin ese indigenismo los históricamente marginados habrían sido privados de cualquier forma de interacción; y sin ese indigenismo tampoco hubiera sido posible el surgimiento del indianismo y, por tanto, el conflicto entre posturas salvacionistas y reivindicativas.
Pues bien, en la actual coyuntura política, avivada por el conflicto en torno a la defensa de la intangibilidad del Territorio Indígena Parque Nacional Isiboro Sécure (TIPNIS) y la promulgación de la ley que elimina esa condición, aquel viejo indigenismo vuelve a emerger con tal fuerza que parece denotar el reflujo de un proceso. Porque alzar la voz por quienes aún consideran incapaces de levantar su propia voz evidencia la persistencia de un colonialismo interno que incluye a actores que hablan, actúan, sienten y sueñan a nombre de los indígenas, sea desde el Estado o desde la sociedad civil. Ese paternalismo redivivo del viejo indigenismo niega así la capacidad de autodeterminación de las comunidades que habitan el TIPNIS, y coloniza su capacidad de acción y reflexión acusando de coloniales a cocaleros y/o ambientalistas, para negar su propio carácter colonial.
El viejo indigenismo revive de ese modo, en tiempos en que se suponía sepultada su más funesta forma paternalista y sobre todo discriminadora, puesto que para los defensores de quienes asumen como indefensos a los originarios, este “otro” sigue siendo referido como “los indígenas”, atavismo de la condición subalterna de los verdaderos dueños de estas tierras.