Voces

Friday 26 Apr 2024 | Actualizado a 20:40 PM

Nada de nada

/ 26 de agosto de 2017 / 04:39

Si me preguntasen ¿qué es la nada?, mi primera respuesta sería: la nada es nada. Sin embargo, reflexionando un poco diría que la nada es la negación del concepto del ser o, recurriendo a mi razonamiento matemático, podría expresar que la nada es solamente un adverbio de cantidad que expresa la ausencia de algo; aunque creo que, en ningún caso, habría avanzado mucho, en tanto que la nada es una abstracción que no acepta la limitación que implica cualquier definición.

El pensamiento filosófico en la Grecia Clásica residía en la imposibilidad de afirmar la nada, más allá de la negación del plenum de Parménides. Consideraban, al igual que Parménides, que nada podía surgir de la nada y que algo que existe no puede convertirse en nada, por lo que todo lo que hay ha existido siempre. De allí que los denominados filósofos de la naturaleza buscaran el origen de todas las cosas en una materia primaria. Entre ellos, Tales de Mileto opinaba que el agua era el origen de todas las cosas; mientras que para Anaxímenes el origen de todo estaba en el aire.

Demócrito, el último gran filósofo de la naturaleza, planteó la hipótesis de que todo estaba constituido por pequeñas piezas eternas, sólidas, indivisibles e inalterables, a las que denominó átomos. La agregación de cierta cantidad de átomos organizados de cierta manera daba origen a algo; mientras que otra ordenación o una diferencia de número originaba otro algo, similar al juego de Lego que hoy conocemos.

Si bien Demócrito tenía razón en el sentido de que toda la materia está conformada por átomos (por lo menos eso creemos ahora), lo que no pudo imaginar es que el núcleo de los átomos está compuesto por partículas denominadas protones y neutrones, y que éstas están conformadas por quarks y gluones, mientras que alrededor del núcleo del átomo giran los electrones.

Pues bien, si asimilamos el tamaño de un átomo al estadio Hernando Siles, el núcleo que contiene a los electrones y los neutrones sería como una moneda de 10 centavos ubicada en el centro de la cancha; los electrones, por su parte, serían del tamaño de una pepa de uva y estarían girando por la bandeja superior de las graderías y todo lo demás, nada, un espacio vacío que ocupa el 99,99% del átomo. De allí se sigue que si todo lo que podemos ver y tocar está conformado por átomos y éstos son básicamente nada, entonces la mejor respuesta a la pregunta ¿qué es la nada?, sería: la nada es nada de nada, aunque ello suponga poner en cuestión la existencia de la materia, por lo menos como ahora dan cuenta nuestros sentidos.

Temas Relacionados

Comparte y opina:

Parada momentánea

/ 23 de septiembre de 2017 / 04:00

En ocasión de un retiro nos dieron un papel y lápiz para que dibujáramos a nuestros principales enemigos. Lo primero que hice fue tratar de dibujarme a mí mismo y al lado dibujé un reloj de arena, en tanto no se me ocurrió nada mejor para representar el tiempo. Este enemigo últimamente se volvió más agresivo y avanza con tal velocidad que me tiene atrapado en una barahúnda de actividades que no me dejan espacio para reflexionar, especialmente sobre ciertos fenómenos que requieren cierta distancia para aprehenderlos en su verdadera dimensión.

Ante ello considero que es necesario hacer un alto en el camino y ver el paisaje alrededor. Ello se traduce en darme un poco más de tiempo para la lectura y la reflexión; sin embargo, como todo, ello implica un costo de oportunidad; es decir, dejar por un tiempo algunas actividades, como el escribir en esta columna. La decisión de dejarla por un tiempo no ha sido nada fácil, incluso mientras escribo estas líneas pienso que podría robarle un par de horas a mi descanso y mantener activa la columna, pero ello no sería justo ni honesto con mis apreciados lectores, sería poco decoroso escribir por llenar la columna o presentar refritos con poca reflexión.

Son aproximadamente tres décadas que la columna Equilibrio me ha acompañado para ordenar mis ideas como un ejercicio educativo y gratificante. Como en alguna oportunidad lo confesé, no soy un predicador ni pretendo serlo, no busco convencer a nadie, más bien podría calificarme como un provocador, alguien que busca abrir el debate sobre algunos temas. La verdad es que no muchas veces creo haber logrado este objetivo, más bien recibí elogios por algunos artículos y, en otros casos, como no podía ser de otra manera, hubo quienes me manifestaron su desagrado por las ideas que expresé. Agradezco a quienes me felicitaron y a quienes no les haya gustado alguno de mis artículos, gracias a todos por darse un tiempo para leer mi columna.

La columna Equilibrio migró hace unos años de otro medio de comunicación hacia La Razón, aceptando una invitación de la directora de este medio. Mi sincero agradecimiento por la invitación y por haberme cobijado durante estos años, así como por la labor del editor de Opinión que, en varios casos, mejoró la redacción y composición de mis artículos.

Por ahora tengo varios libros que esperan ser leídos, algunas películas que quiero volver a verlas, mis cómics que están esperando sin desembolsar y un libro que comencé a escribir hace un par de años y que, lamentablemente, ha quedado en los primero capítulos.

Temas Relacionados

Comparte y opina:

Sin retrovisor

/ 9 de septiembre de 2017 / 04:38

Desde que se inició el tiempo, hace unos 3.700 millones de años, éste ha generado un cambio permanente y, por ende, todo tiempo es tiempo de cambio. Hace aproximadamente 500 años antes de nuestra era, Heráclito ya sabía que los cambios constantes eran el rasgo básico que caracteriza a la naturaleza. Todo fluye, decía el filósofo de Éfeso, todo está en movimiento y nada dura para siempre, por lo que no puedo ir dos veces al mismo río: cuando voy al río por segunda vez, ni el río ni yo somos los mismos.

A medida que contemplamos la naturaleza, ésta se va transformando, y lo que hoy vemos será distinto mañana. Pero como señalé en un anterior artículo en esta misma columna, el problema no es el cambio, sino la velocidad de éste y, fundamentalmente, nuestra capacidad de adaptarnos a dicho cambio, cuando su velocidad es mayor al esfuerzo que podemos realizar para correr al mismo ritmo.

La máxima de que debemos aprender del pasado y la valiosa experiencia de nuestros antepasados, incluida la nuestra, al parecer ha perdido relevancia para poder vislumbrar el futuro. Hoy manejamos sin retrovisor en medio de una espesa niebla que no nos permite ver el camino adelante. El desarrollo de la ciencia y su traducción en los adelantos tecnológicos que hoy tenemos a mano han hecho que nuestro mundo sea completamente distinto al de nuestros padres y al que viven y avizoran nuestros hijos. Hay quienes consideran que la tecnología nos ha permitido hacer las cosas más rápido. Mi opinión es que esta aseveración es algo mezquina, la tecnología no solamente nos ha permitido hacer las cosas más rápido sino, fundamentalmente, nos ha permitido hacer cosas que antes no hacíamos y ni siquiera las soñábamos.

En ese vertiginoso mundo cambiante, un desafío insoslayable para quienes nos hemos dedicado a la enseñanza es repensar nuestro modelo educativo, repensar qué y cómo estamos preparando a nuestros niños en el colegio, así como repensar qué y cómo estamos enseñando en las universidades. Me asalta la duda de que probablemente estemos enseñando cosas de un pasado ya inexistente, a jóvenes de hoy que viven otro mundo y que tienen una distinta manera de mirar el futuro.

Después de reflexionar sobre este desafío, si bien considero que lo que debemos enseñar es a pensar y a desarrollar un pensamiento crítico, el problema es cómo llevar a las aulas y, probablemente a las computadoras y celulares, este planteamiento, en tanto que los modelos que hemos venido aplicando por décadas nos dejan la incertidumbre de estar dando respuestas del ayer a los problemas del mañana.

Comparte y opina:

Últimas Noticias