Corría la vagoneta a una velocidad poco prudente y a los lados no se veía cosa alguna que no fueran el amarillo pálido de la arena y el azul intenso y nítido de un cielo invernal. El sol caía a plomo sobre el paraje y la carretera veíase infinita.
Habíamos salido de El Cairo (Egipto) muy de mañana, a las 07.00; era el 2 de enero de 2018. Fuimos a la estación para tomar el metro, luego el bus —que nos llevó hasta no sé muy bien dónde—, y de ese lugar nos recogieron unas vagonetas Toyota que tomaron la dirección oeste; emprendimos el camino hacia el Sahara, desierto mítico cuyos suelos —que se extienden desde el mar Rojo, incluyendo partes de la costa del mar Mediterráneo, hasta el océano Atlántico— guardan gran parte de la historia de este mundo.
Por todos lados solo era la arena, imponiendo su color monótono como impone el mar su nota imperante en los acantilados. Ni un pájaro, ni un minúsculo rastro de vida vegetal, ni hablar de agua… Solamente eran la caravana de vagonetas y el desierto los protagonistas de ese cuadro deslumbrante y fascinador. Yo iba en el asiento de atrás, apretujado entre mis buenos amigos latinos y sofocado por el viento caliente que penetraba en el coche.
A las 13.00, tras un viaje de por lo menos cinco horas, nos estacionamos y bajamos. Era un poblado con muy pocos habitantes, como esos que se hallan perdidos en medio del altiplano de América. Un viento frío y silbante corría por el desierto.
Había unas cabañas pintorescas muy sencillas en las que unos beduinos nos habían preparado el almuerzo. Entramos. Como en otras ocasiones, tuvimos que tendernos en el piso sobre unas colchonetas coloridas y remendadas. Platiqué con una brasileña, una japonesa, una etíope y finalmente con dos chinos que, después de ya varias semanas de estadía, seguían sin saber en qué parte del mundo estaban exactamente. Todos tratábamos de expresarnos fluidamente en inglés.
Después de haber rezado a Alá, los egipcios sirvieron una sopa bastante sencilla y helada, como un caldo de hielo, y luego un segundo igualmente frío. Era como un ají de fideo boliviano, solo que bañado con algo parecido a la salsa de tomate. Acompañamos el almuerzo con papas fritas y bebimos té hirviendo… Comimos con las manos y luego nos dirigimos nuevamente hacia las vagonetas.
La montaña de cristal
Alrededor de las 16.00 llegamos a una solitaria montaña metida en medio del desierto como un iceberg en el Antártico. Era perceptible desde muy lejos, sin embargo, estando ya a sus pies, no era tan alta como parecía. No era tanto una montaña sino más bien una colina que bien podía ser conquistada con facilidad. Era el punto del día en que el sol declinaba, por tanto el panorama tomaba un matiz anaranjado. La arena del lugar era blanquísima y en el horizonte se dibujaba solamente un vacío o la ausencia de cualquier orografía o relieve. “Esta es la llamada Montaña de Cristal”, nos dijo el conductor egipcio, mientras fumaba su cigarrillo y tomaba su té. “Si van a subir a ella, háganlo ya”.
El lugar se llama Oasis o Depresión de Farafra y está localizado en la parte occidental de Egipto. Subimos a la montañita, cuyas faldas estaban hechas de una arena deleznable, casi movediza, y con dificultad al comienzo pero con facilidad luego, llegamos a la cima. Tomamos varias fotografías y contemplamos los últimos minutos del sol en el horizonte. La Montaña de Cristal es una prominencia desértica hecha de una roca peculiar, como de cristal, justamente. La piedra se deshace con facilidad y a cada paso que se da se quiebran pequeños trozos de roca. Esta piedra se parece al mármol, o más bien al alabastro, y algunas de sus piezas son diáfanas, tanto que la luz del sol llega a penetrarlas.
Al ponerse el sol todo el grupo descendió del montecito y las vagonetas nuevamente emprendieron su camino en aquella carretera que parecía no tener final.
Una noche sobre la arena, bajo las estrellas
Fuimos metiéndonos hasta hallar literalmente la nada, la soledad del mundo. Hubo un punto en que la vagoneta se desvió de la carretera para meterse en el desierto desierto, en el desierto más puro e implacable… Debieron haber sido las 19.00.
El conductor nos dijo: “Miren por la izquierda…”. Y ahí se veía una luna de maravilla, como pintada por el pincel de Van Gogh. Era grande, un redondo inmenso, colosal, como ésos que se ven en postales, como ésos que se ven solamente en los horizontes del mar. Su color, al igual que su tamaño, era cautivante: un anaranjado dado a azul, dado a lila, aunque esa combinación parezca una incoherencia…
Desperdigados como farallones de un campo terroso, desordenados como postes enclavados en la arena de un desierto sin sentido, había por todas partes unas rocas talladas por el viento; presentaban formas raras y fascinantes. Las más tenían una forma de hongo o zeta. Otras eran como arcos, porque el potente viento había calado un hoyo en ellas.
Bajamos. Los beduinos comenzaron a armar una carpa en cuestión de minutos, en realidad eran unas estructuras parecidas que carecían de techo. Era más bien un cerco de telas del que las vagonetas hacían de pilares o soportes. El frío era implacable, no había viento pero el aire estático era peor que un vendaval. La arena era igual de fría, pero si uno excavaba un poco, como unos 20 cm, podía hallar calor.
Hicimos una fogata grande y luego en ella cocinaron pollo, un plato sencillo pero cuyo sabor podía pertenecer solamente a los dioses. Pequeñas brasas o rescoldos nos atemperaban el ambiente cuando el fuego se había apagado. Uno podría decir que era la penumbra la sola reina del lugar, pero no, y es que la luna era un foco tan fulgurante que podía iluminar todo el desierto, haciendo que éste se viera como una planicie bañada de un tinte lechoso. Pudimos caminar, en consecuencia, por las inmediaciones e incluso trepar unos alcores. Luego todos cantaron canciones en varios idiomas.
A eso de las 02.00 del 3 de enero nos fuimos a acostar en ese ensayo de carpa. Nos recostamos sobre unas colchonetas y nos tapamos con varias frazadas, una sobre otra. Nunca había dormido en tal situación, tan acurrucado por el frío, pero teniendo el más sublime espectáculo de la naturaleza frente a mis ojos: el firmamento estrelladísimo, como una cueva sin fin y llena de infinitos puntos blancos.
El desierto blanco
El día amaneció con el celeste más intenso de la naturaleza. Nos despertamos con la luz natural del cielo, alrededor de las 07.00. Habíamos dormido con nuestras ropas puestas. La alborada era imponente, pero no tanto como lo había sido el anochecer.
Mientras los beduinos recogían todo el desorden del campamento en el que habíamos pasado la noche, desayunamos parcamente unos plátanos, unas mandarinas heladas, una mantequilla muy rara y algo así como un revuelto de legumbres; luego subimos a las vagonetas.
Los vehículos comenzaron a correr y a bambolearse de un lado al otro, haciendo que los que íbamos adentro fuéramos de izquierda a derecha y que la arena de afuera saltase como el agua del mar cuando una lancha pasa sobre ella. A medida que avanzábamos, la blancura de la arena se iba haciendo más intensa; estábamos, pues, en el desierto blanco, un inmenso mar de arena blanquecina, como un salar americano. Por todos los lados había rocas talladas por el viento, como esculturas en forma de champiñones salidas de las manos de la naturaleza, y montes bajos que tenían una forma muy parecida a la de las imponentes pirámides de Giza. Varias colinas parecen, en efecto, esas colosales construcciones fúnebres de los faraones.
En un punto los autos se pararon y bajamos todos. Eran como las 10.00.
Cercada como una obra de arte o un monumento valiosísimo, en medio de la nada y expuesta al cielo, al sol implacable y a la vista de los horizontes del desierto, estaba la llamada piedra con forma de gallina, una prominencia muy particular y sugerente. Había muy cerca también otras rocas de caliza erosionada que tenían, según los beduinos, forma de helados.
Subimos nuevamente a los Toyota.
El desierto negro
Extendíase la planicie como una mesa de billar infinita y amarilla. Escuchábamos música árabe mientras el conductor manejaba el coche al mismo tiempo en que fumaba sin parar. Pasadas unas tres horas de viaje nos detuvimos en una tiendita pequeña y sencilla, y almorzamos allí solamente unas galletas y unos dulces. No podíamos perder el tiempo. El viaje era largo y nos esperaba la última parada: el desierto negro.
Algo particular ocurría con la arena del desierto: el color blancuzco se iba tornando cada vez más oscuro y los montículos iban cobrando nuevas formas y disposiciones. La tierra era de un color marrón-naranja. Ya no había esas piedras como hongos sino unas formaciones de tierra oscura, como volcánica. Pasábamos de un desierto a otro, del blanco al negro, situado a 150 km de la depresión de Farafra, que está en el desierto occidental de Egipto, aproximadamente a medio camino entre el oasis de Dakhla y Bahariya.
En efecto, la arena del desierto negro, según nos comentaban, había recibido la influencia volcánica de los desórdenes naturales. Está recubierta por la llamada piedra dolerita, que le da ese efecto negruzco al suelo, como si se tratase de un valle de cráteres y lavas. El paraje estaba salpicado de montañas cónicas revestidas de piedra negra, como carbones caídos de una lluvia meteórica.
A las 14.30 paramos. Una montaña grande se levantaba frente a nuestra vista. Era la principal del desierto negro. En ella había un senderito por el cual se podía conquistar el pináculo. Yo me quedé en la vagoneta, pero todos los demás subieron el monte. Era como un auténtico volcán. Divisando desde las faldas de la montaña la majestuosidad del entorno natural, me puse a tomar fotografías desde diversos ángulos.
Emprendimos el retorno a las 15.30. Al cabo de tres horas nos acercábamos a El Cairo. El tono cromático del desierto, expuesto a la luz mortecina del sol, era de un anaranjado intenso y vivo. La carretera, hecha melancólica por el atardecer, recibía a la caravana del Sahara. El sol del crepúsculo, ese sol del Medio Oriente que parece de otro mundo, era el espectáculo que se dibujaba frente a nosotros.