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Volver y volver a La Paz

La pasión por Bolivia no es solo monopolio de los bolivianos, porque en este último viaje encontré por estos lados al escritor español Miguel Sánchez-Ostiz, quien me obsequió su reciente obra Chuquiago. La leí de un tirón, fascinado por el amor del autor por la ciudad de La Paz, a la que visitó en nueve ocasiones en 10 años. Sus descubrimientos en los barrios altos de la sede de gobierno, que no interesan a los moradores de la zona Sur, en alguna época también me encantaban, porque el mestizaje ha creado indudablemente una cultura singular.

Y es que La Paz es un microcosmos del país, con gentes llegadas de los cuatro puntos cardinales. Peregrinación obligada la mía es montarme al teleférico, y desde allí hacer una marcada reverencia al Illimani, luego subir a la plaza Murillo, ahora agobiada por la sombra de un mastodonte de cemento y ladrillo, tétrico adefesio que testimonia el desprecio a la estética y el apego a obras faraónicas de gratas comisiones.

Si hace unos meses el escándalo del día se llamaba Gabriela Zapata, hoy es noticia principal el retorno del temible Mallku, al mando de las bravas huestes de Achacachi, emblemática urbe aymara cuyo Alcalde, corrupto hasta la médula, no tiene entrada. Otra noticia ingrata es el avance calculado con proyecciones geopolíticas de los codiciosos cocaleros del Chapare hacia la reserva ecológica del TIPNIS, por donde se pretende construir una controvertida carretera. Un tercer elemento es la capitulación nacional de los misiles chinos que poseía Bolivia ante los intereses del Pentágono. Todo ello se imputa o a la derecha o al gobierno evista.

Entretanto, miles de jóvenes hicieron interminables filas en el registro electoral para poder participar en las elecciones que escogerán jueces y magistrados, seguramente ocasión propicia para manifestar su rebeldía votando nulo.

Todas estas controversias, al no poder debatirse inteligentemente en un Parlamento obscenamente sumiso, se dirimen en las calles, donde manifestaciones salvajes se lanzan en febril campeonato de bloqueos. Como observó el español, “marchas y bloqueos, con o sin petardos, con o sin cachorrillos de dinamita, con altavoces, sin ellos, con rabia o con aburrimiento, procesionales de aparato, mustias, festivas… las vas a encontrar casi a diario”.

Al centro de las disputas se sitúa el inefable Evo y la ciudadanía, presa de incurable maniqueísmo, está con él o contra él. No se reconocen evidentes progresos como la impecable funcionalidad del Servicio General de Identificación Personal (Segip), la reducción de la burocracia y la pequeña corrupción en las oficinas públicas, el bello y eficaz teleférico y la manifiesta incorporación de las comunidades originarias en la vida nacional. Todos esos avances, lamentablemente, resultan opacos en comparación a la galopante corrupción existente en las empresas públicas, casi todas deficitarias.

Pero los paceños y particularmente las paceñas de los barrios populares, la gente que se levanta temprano, sigue un irrefrenable ritmo de trabajo, sin que nadie sepa cuál es cuál cuando se divierten en festividades como la entrada del Gran Poder. Entonces las esponjosas cholitas lucen sus joyas y sus mejores atuendos. El contraste con las clases acomodadas (cada vez menos) establecidas en la zona Sur es notable, y la irrupción de la burguesía aymara en esas áreas va paralela a la erección de horribles rascacielos que quitan el sol y afean el horizonte.

La ciudad enigmática para los extranjeros lo es también para citadinos vergonzantes que nunca han concurrido al bar El Averno, en el callejón Caracoles, o que tampoco se han descolgado por los arrabales de Chijini o las laderas de Chamoco chico, donde se asienta otro mundo: misterioso y subyugante.

En verdad, el proceso de cambio en vigencia no ha logrado aún integrar a los bolivianos, que no reconocen al otro. Para lograr sus objetivos primigenios hace falta un golpe de timón que acabe con el sectarismo y la corrupción. Esa decisión debe adoptarse ya, antes que el tiempo se acabe para Evo.

Parodiando a los manifestantes podemos preguntarnos “¡Cuando, carajo?” y responder al unísono: “¡Ahora, carajo!”.