El 28 de agosto asistí al acto de entrega de la personería jurídica de la Asociación de Mujeres Asambleístas Departamentales de Bolivia (Amadbol), que se realizó en el Palacio de Gobierno. Mientras me dirigía a la plaza Murillo, repasaba estadísticas sobre la presencia de las mujeres en las asambleas legislativas departamentales, según las cuales el promedio nacional sobrepasa el 45%. Sin embargo, en mi natal Oruro el porcentaje es menor, alrededor del 30%.

¿A qué se debe esta evidente y significativa presencia? Se me vienen a la memoria pasajes de la lucha de las mujeres por la recuperación de la democracia —prisión, tortura, exilio y huelga de las mujeres mineras— y los esfuerzos desplegados en tiempos neoliberales, en los que tocamos puertas de los partidos políticos, del parlamento y otros espacios, hasta lograr la Ley de Cuotas. También pienso en estos tiempos de cambio, en los que las mujeres desde nuestras diversidades desarrollamos estrategias para incidir en la construcción del nuevo pacto social, expresado en la Constitución Política del Estado, para que contemplen de manera específica los derechos de las mujeres, entre ellos, los derechos políticos, hasta llegar a la paridad y alternancia y, finalmente, la vigilancia intensa a los procesos electorales, para que se cumplan las normas. Ahí estaba el producto, mujeres asambleístas en ejercicio y electas por voto ciudadano.

Ese día, cuando por fin llegué al destino, mis ojos, mis oídos y mi piel sintieron esta presencia de mujeres, no solo en números, sino en diversidad; mujeres del campo y la ciudad, mujeres de polleras largas, cortas, otras con tipoy, con vestido, con pantalón o con vestimenta propia de sus zonas, que afanosas se ponían la banda de asambleísta, con los colores y escudos de sus departamentos y se alineaban en una fila ordenada para ingresar al Palacio de Gobierno.

En tanto esperaban el acto que daría inicio oficial a la vida pública de Amadbol, al conversar con varias de ellas pude apreciar también la multiplicidad  de idiomas, de niveles de escolaridad, de edades —aunque con una primacía de juventud—, con experiencias diversas. Indudablemente, era un escenario representativo de nuestra Bolivia diversa.

Mientras se realizaba el acto y al escuchar las intervenciones, entendí que las mujeres asambleístas habían recorrido un camino largo, desde organizarse, pasando por redactar sus estatutos, hasta lograr su personería jurídica. En palabras de la presidenta de Amadbol, Leonida Zurita, era el acta de nacimiento de una wawa que en lugar de pan traía un estatuto con mandatos.

Pasado el acto, las mujeres asambleístas instalaron una sesión de trabajo para formular su Plan Estratégico, en la que se oyeron voces, opiniones, análisis, reflexiones y propuestas muy interesantes para mejorar su desempeño legislativo, deliberativo y de fiscalización. Esto me hizo salir de la magia a la realidad y me planteaba miles de preguntas: ¿Por qué no hay mujeres gobernadoras? ¿Por qué las mujeres todavía necesitamos espacios propios? ¿Por qué no se destinan recursos públicos para las actividades propias de mujeres que se desenvuelven en el ámbito público? ¿Por qué no hay mayor participación de las asambleístas de partidos de oposición? ¿Por qué las mujeres que incursionan en la vida pública sufren violencia a manos de sus parejas, en sus hogares, en las instituciones, en la sociedad? ¿Por qué no se consolidan redes solidarias entre mujeres que también están en espacios de toma de decisiones? ¿Por qué las organizaciones políticas, sociales, mixtas, se visibilizan con liderazgos masculinos? ¿Por qué todavía mueren las mujeres al parir? ¿Por qué no se castigan los hechos de violencia contra las mujeres, especialmente el feminicidio, la violencia sexual, política o violencia obstétrica?

La única respuesta que encuentro es que la democracia lograda por la lucha de las mujeres, pese a tener logros respecto a su condición, aún es insuficiente, por lo que nuestra lucha continúa hasta alcanzar una democracia paritaria, inclusiva y plena.

Ana Quiroga Morales es una mujer boliviana de la tercera edad, militante eterna de los derechos de las mujeres. Vivió en el exilio, víctima de las dictaduras de Banzer y Pinochet.