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Hombres y mujeres nuevas

Quién es el Che?, me pregunta mi hija de 11 años. Conoce el nombre, un apodo que ya se ha convertido en un nombre más propio que el que aparece en su certificado de defunción o nacimiento. Ha visto la imagen, muchas veces, en muchos contextos: el afiche que cuelga en la pared de mi oficina; la postal; la camiseta. Y también en lugares inverosímiles: pintado en el bombo de una banda carnavalera, en la etiqueta de un vino italiano, tatuado cerca de la nalga de una chica en la playa, junto a Osama Bin Laden y las torres gemelas ardiendo, en la parte trasera de un bus que va a los Yungas…

Para la generación de mi hija, como para varias otras que la precedieron en estos 50 años desde que fue asesinado, el Che es un símbolo de rebeldía y juventud; como eran James Dean, Kurt Cobain, Marilyn Monroe o John Lennon. Todos, como el Che, jóvenes y bellos; pero a diferencia del Che, también ricos, famosos, díscolos, sin ningún compromiso político. Una compañía en la que el Che se sentiría muy incómodo.

¿Qué le puedo decir a mi hija —y a los jóvenes de hoy— sobre el Che y sus ideas? Podría hablarles de comunismo, de marxismo o incluso de socialismo; podría laurearme, pero me encebollo —como diría Vallejo—. Muchos tenemos casi vergüenza, casi miedo de predicar la ideología que una vez parecía dogma y hoy no es más que nostalgia. —No empieces de nuevo con tus discursos, nos dicen nuestros hijos cuando les repetimos consignas. ¿Quién los puede culpar? Las palabras que a nosotros nos emocionaron y nos motivaron: solidaridad, libertad, revolución, justicia… son ahora marca de cerveza o título de videojuego.

¿Qué le puedo decir a mi hija —y a los jóvenes de hoy— sobre el Che y sus ideas? Puedo contarle de un chango que al terminar el colegio salió de su casa para viajar por Sudamérica en moto. Que escribía un diario, que le gustaba tomar fotos. Que a pesar de su asma —que debido a su asma— se lanzaba de cabeza al agua fría y jugaba rugby y se metió a guerrillero.

Puedo decirle que en la mochila que cargaba por la selva llevaba siempre libros de poesía y novelas. Que en medio de la guerra se daba tiempo de escribir un diccionario filosófico en un cuaderno cuadriculado. Que para él era fundamental que sus soldados sepan leer y por las noches se dedicaba a enseñarles. Que nunca pidió a nadie hacer un esfuerzo que él no hubiera hecho primero.

Puedo contarle que el Che fue un chango que talló su fuerza de voluntad con delectación de artista, para que nada ni nadie, ni siquiera sus propias debilidades, le impidieran alcanzar sus objetivos. Que pensaba que la única forma de transformar la sociedad era transformar al ser humano, y comenzó transformándose a sí mismo.

Hay mucho que mi hija —y los jóvenes de hoy— pueden aprender del Che Guevara. Pueden tomar de él su inmenso respeto por la investigación, la ciencia y la tecnología. Estoy segura que si al joven Che le hubieran puesto en la mano un celular con internet, habría sido imposible quitárselo de nuevo. Pueden aprender del Che su voracidad por las ideas y los libros, su creatividad y su necesidad de siempre seguir aprendiendo. Pueden imitar de él su deseo de aventuras, su capacidad de tomarse un año para deambular en libertad por todo el continente y regresar después a terminar sus estudios y graduarse de una vez para seguir viajando.

Gracias a la lucha y al legado del Che y de muchos comunistas, idealistas, rebeldes y locos como él, mi hija y los jóvenes de hoy viven en un mundo con más libertad, más justicia y más oportunidades. La vida, el ejemplo y la muerte del Che hicieron posible que mi hija y todos los changos de hoy puedan, realmente, llegar a ser hombres y mujeres nuevos. 

Es cineasta