La trama de la informalidad
Las poblaciones que se hallan inmersas en la economía informal son producto de un proceso histórico.
El tema de la informalidad, ligada a la preocupación por la generación de empleos dignos y de calidad, ha sido recurrente en los debates de la economía nacional. De acuerdo con ciertos economistas, la informalidad constituye una de las causas de nuestro bajo crecimiento y desarrollo, ya que, según ellos, al tener una baja productividad, generan poca riqueza. Para definir qué entienden por informalidad recurren a una serie de aspectos legales (no cumplen las leyes), fiscales (no pagan impuestos), institucionales (el Estado, con sus normas laxas y costosas, frena su formalización), modernistas (asociados con la tecnología y la competitividad) y economicistas (una supuesta racionalidad maximizadora).
A estos aspectos se suman prejuicios que ciertos grupos tienen sobre las poblaciones ubicadas en la economía informal, y que en su mayoría son migrantes de zonas andinas. Tiempo atrás criticaban y decían que estas poblaciones eran haraganas, que no les gusta trabajar. Después, cuando comenzaron a trabajar más de 12 horas al día, igual se los criticaba por su falta de ahorro, porque “apenas agarran algo de dinero, se los gastan en sus fiestas”, decían. Y ahora que ahorran y acumulan, se los ve con desconfianza, se sospecha de su dinero. Y un prejuicio más frecuente entre las prácticas empresarial y estatal: tener que demostrar una buena presencia para obtener un empleo en el sector formal.
Pues bien, estas poblaciones inmersas en la economía informal no son marginales, no son ningún ejército de reserva ni agentes racionales tal como algunos teóricos quisieran que fueran. Ellos son hechura de un proceso histórico que se remonta hasta la Colonia. Como explica el antropólogo alemán J. Golte, ante la dejadez del Estado colonial y de los conquistadores de asumir las riendas de la producción agrícola andina (y vivir de las rentas de la tierra), muchas de las poblaciones indígenas mantuvieron su autonomía, autodeterminación y sus formas de cooperación sobre la organización económica. Esta forma de organizar la actividad económica de manera independiente fue trasplantada a las ciudades al momento de migrar, generando así sus propias oportunidades de empleo.
Por eso, su existencia y permanencia no depende del ciclo económico. Se valen de su ética laboral, de sus redes familiares y locales, además de acuerdos personales para desarrollar el mercado interno y vincularse al mercado externo, tal como lo hicieron antaño los arrieros, comercializando por todo el espacio colonial andino (desde Ecuador hasta la Argentina). Y la razón de ello, según Golte, es que “la población, en su afán emprendedor, no se encontraba con un mercado con competidores y productos competitivos, sino en amplia medida con una demanda desatendida, fácilmente satisfecha si se ofrecía algún producto o servicio a bajo costo que cubriera en alguna forma la necesidad”.
Así pues, ante un Estado que por mucho tiempo estuvo ausente y un mercado que les generaba expectativas, utilizaron su cultura como una caja de herramientas y al mercado, como un mecanismo que les permita competir con éxito, aventajando incluso a las empresas formales.
Entonces, no solo hay que hablar del sector informal como un simple dato económico u ocupacional, hay que examinarlo integralmente, solo así se podrá quitar el estigma que han formado de este sector ciertos teóricos y parte de la población. Tal como el antropólogo alemán L. Huber señaló, hay que verlos bajo “un cuidadoso optimismo sobre la democratización del país a través de (su) participación (…) en la vida socioeconómica y política”, con todas las ambigüedades y dificultades que conllevan.