Poder, machismo y silencio son tres ingredientes que no combinan bien, ni agitados ni mezclados. El poderoso se acostumbra con facilidad a la adulación, la reverencia y a la satisfacción inmediata de sus deseos. Por algo se encuentra en ese lugar desde el que un leve movimiento de cabeza encumbra a unos y sepulta a otros.

Si el amo del universo, además, es de género masculino y condición animal (no digo que no existan féminas de la misma especie, pero la realidad parece empeñada en desmentirlo), es capaz de confundir su majestuoso manto con el de un señor medieval con derecho de pernada. Las mujeres de su feudo no pueden decir no. No deben decir no. O la furia del todopoderoso caerá sobre su futuro de rutilantes estrellas. Así que conviene sonreír al verle recibir en batín para una reunión de trabajo y contener la náusea cuando su mano decida que tu cuerpo le pertenece por contrato.

Lo indignante es que esto no ha ocurrido en una aldea con castillo en el siglo XII, sino en los despachos y sets de rodaje de la meca del cine en el siglo XXI.
Harvey Weinstein manejaba carreras, era el rey del marketing, el mago de los Oscar, pero también un depredador de jóvenes actrices que aguantaban sus envites sexuales como podían en un momento en el que eran claramente vulnerables.

Hollywood, mientras, callaba. Miraba para otro lado o pagaba para tapar la ignominia, como ocurre en tantas otras incubadoras de poderosos en el planeta. Esos abusos, contra los que ahora todos claman, no son un argumento de película, sino la tragedia diaria de muchas mujeres a quienes el silencio condena al miedo y la vergüenza. Aunque para bochorno, el de quienes ven, saben consienten y callan.