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Todos Santos en el pueblo

El viento sopla sin pausa, los resquicios de los techos de la casa silban y en las calles de polvo blanco la caída de la tarde ahonda la desolación. En medio de ese concierto natural, el sonido agudo de la campana más pequeña del templo suma su melodía dulce y triste, muy triste. Suena lenta unas cinco veces, y se mezcla con los sones de las más grandes; hacen una partitura especial… ha muerto alguien, brotan lágrimas y miedo.

¿Quién habrá sido? Es la viejita de la casita al borde del río; estaba enferma, dicen que “con dolor de barriga nomás ha muerto”. Luego de la cena, chuño con carne, la inflamación de la vesícula la fulminó en la madrugada. Sin médico ni auxilio, solo una infusión de ch’aka t’ula (arbusto medicinal).

La velaron toda la noche. Unos amigos de la familia desafiaron la oscuridad y el frío para buscar entre los vecinos tablas de madera, algunas de alcohol San Aurelio, y así improvisar un rústico ataúd. Mientras terminaban la faena, pijchaban coca y libaban coctel de tara tara (arbusto aromático que al mezclarse toma el color de la leche) con alcohol, muy caliente.

Su entierro fue tan triste como su vida misma. Apenas unos vecinos asistieron al panteón, sin flores ni cura. Yace bajo tierra fresca; su cruz de madera no tiene epitafio, solo un QEPD (que en paz descanse), y su tumba está cubierta de piedras. Arriba, una lata de leche Nido, en la que terminó de derretirse un par de velas blancas.

Ha muerto en junio, más de los tres meses necesarios —según las tradiciones aymaras— antes de Todos Santos para ser recordada con mesa, t’antawawas, tuqura (cebolla madura), phisara con azúcar (graneado de quinua), sopita de arroz y oraciones el día del reencuentro con las almas.
Ocurrió hace varias décadas en Turco, mi recóndito pueblo orureño en la frontera con Chile. Quizás la viejita se encuentre entre las ‘almas olvidadas’, pero en la memoria de los creyentes de esta festividad que renueva/innova el sincretismo de la cultura andina y la religión católica.

A horas de la celebración, las familias dolientes están afanadas en el reencuentro con sus almas, mañana 1 de noviembre. Dependiendo de su situación económica y la cercanía de la fecha de fallecimiento de sus deudos (el primero y el tercer año son de especial atención), instalarán la mesa con t’antawawas, refrescos, frutas, pasankalla, chicha morada, caña de azúcar, tuquras, dulces y pasteles. Un epitafio, con la foto y el nombre del difunto, recuerda a la persona a quien rezar primero.

Grupos de personas peregrinan al mediodía a la casa de las almas, a rezar y comer hasta más no poder. De chicos, solíamos juntarnos entre amigos y visitar una a una las mesas de los difuntos; íbamos donde preparaban comidas ricas.

La noche es para los mayores, aunque los niños suelen zafarse para ir a rezar por leche caliente y masitas. Los adultos rezan por ponches (y sucumbé) y juegan phuti (laceada de una bola gigante de trapos tirada por uno de los jugadores) y ‘tabitas’ o ‘burritos’ (nudos e huesos de cordero que se voltean para conseguir la cara válida), hasta ganarse el derecho a un trago.

Si el cuerpo resiste, amanecerán en el cementerio, adonde los dolientes llevan las ofrendas de masitas, dulces, caña de azúcar, refrescos y tuquras. Tan lindo era este episodio al lado del río Santa Bárbara, en el viejo cementerio hoy abandonado.

Hasta las 12.00 del segundo día rezarán por masitas, dulces, frutas y refrescos. Despedida a los difuntos e inicio de la fiesta al son de tarqueadas. Será el comienzo de los preparativos del carnaval del próximo año.