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Agropecuaria fragmentada y dispersa

En casi 200 años de existencia, la dependencia económica de Bolivia continúa estrechamente ligada al extractivismo de la minería y los hidrocarburos, por eso mismo llamados productos tradicionales. El declinante crecimiento actual del país está sustentado en estas materias primas, cuya exportación alcanza al 80% de los ingresos, de los que deriva el ahorro y la estabilidad que provocan una espuria bonanza. Sin embargo, en el restante 20% está la esperanza de cambiar la matriz productiva del país, si en realidad el objetivo es dejar de depender de lo que por azar nos dio la providencia.

Más de la mitad de este 20% es el resultado de la exportación de productos agropecuarios, entre los que predomina la soya y sus derivados con el 9%, y el resto, por orden de importancia, lo componen la quinua, el azúcar y sus derivados, la banana, el girasol y sus derivados, los lácteos, palmito, frejol y café. Es decir que los productos agroindustriales constituyen el puntal de los ingresos agropecuarios, con el añadido de que los más importantes de ellos no se exportan en bruto, sino que se venden sus derivados, permitiendo que en el país se generen fuentes de trabajo a través de su industrialización y sea menor la vulnerabilidad de sus precios internacionales al no ofertar commodities sin transformación. Los ingresos provenientes de la agricultura familiar permiten ahorrar divisas porque reducen la importación de productos básicos, pero su aporte es todavía intrascendente para los ingresos nacionales.

Estos datos muestran que existe un gran potencial en el sector agropecuario nacional exportador para cambiar la tradicional matriz productiva. Pero en los foros de política agropecuaria se confirma lo que la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) definió al describir los problemas regionales del sector: prevalece la imagen fragmentada y dispersa que nuestra agricultura tiene de sí misma, retrasando la aplicación de un enfoque pragmático para ser una actividad moderna acorde a la realidad regional. Persistimos en ambigüedades en temas cruciales como la aplicación de biotecnología, alentamos la demagogia populista de la agricultura orgánica mal entendida y del conocimiento ancestral torpemente aplicado, desconocemos la necesidad de expansión de mercados con exportaciones flexibles o difundimos la aversión a las inversiones extranjeras. Se propagan poses alarmistas sobre presuntos daños de la aplicación de tecnología en el país que menos la utiliza, haciendo grotesco que la región con menos superficie de cultivos transgénicos y de rendimientos agropecuarios irrisorios se rasgue las vestiduras con discursos ambientalistas que han llegado al extremo de llamar neoextractivismo a su embrionaria agroindustria.

No hay duda de que en toda la región se debe consolidar una conciencia sobre la producción agropecuaria responsable cuya expansión ha destruido una buena parte del bosque amazónico, además de alarmar sobre la permanente destrucción de recursos naturales como el suelo y el agua en gran parte del país por actividades agrarias ancladas en la posesión de tierra sin aplicación de capital y trabajo. Pero es necesario tener una mejor percepción de nuestra agropecuaria para valorar los sectores que realmente contribuyen al erario nacional e identificar las actividades que solo son especulativas, escudadas en discursos populistas y pseudoecologistas para justificar una inadmisible improductividad.