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Elecciones en Chile: ganadores y perdedores

/ 9 de diciembre de 2017 / 03:50

Cuando acudí a votar este 19 de noviembre en Chile, noté que había mucho movimiento hacia los locales de votación. Trancaderas en varios puntos de la comuna, lentitud en el traslado, micros repletos y un calor enfermante. Inmediatamente pensé que la participación electoral sería histórica, pues en medios radiales también se informaba de muchas personas votando. Pero cuando llegué a mi colegio escrutador no me encontré con una larga fila de personas esperando emitir su voto y no tardé nada en sufragar, cuestión que me llamó profundamente la atención.

Luego de cumplir con mi deber cívico estaba invitado a participar de un panel político en un local, teniendo cierto temor de llegar tarde, producto de la cantidad de personas que, a mi juicio, estaban votando y que entorpecerían mi traslado. Sin embargo, el panorama fue absolutamente distinto: calles despejadas, poca gente, locales de comida abiertos y personas disfrutando de las pocas áreas verdes que brinda Santiago; hecho que me hizo pensar que la alta participación electoral era solo un espejismo de verano. Con el correr de las horas mi percepción subjetiva se fue despejando y desde el centro de monitoreo electoral (Servel) se confirmaba lo que ha sido una tendencia en Chile: la participación en los comicios una vez más era baja.

En términos numéricos la abstención para este 2017 fue del 53,5% del padrón electoral, similar al de las presidenciales de 2013, cuando esa cifra llegó a un 51%. A nivel parlamentario, la derecha obtuvo 73 diputados de un total de 155, pero sin alcanzar la mayoría simple como esperaba. La coalición de gobierno, la Nueva Mayoría, logró 43 diputados; y la gran sorpresa fue sin duda el Frente Amplio, que consiguió 20 diputados y un senador.

Ya con los datos en la mano se pueden hacer varias evaluaciones con respecto a este nuevo proceso electoral. La primera es que el Frente Amplio (FA) se alza como una tercera fuerza política. De todas formas esta nueva fuerza tiene un inconveniente práctico, y es que más que crecer hacia otros sectores políticos lo que hizo fue restarle votos a la Nueva Mayoría, siendo prácticamente marginales los apoyos de nuevos votantes para la coalición liderada por la periodista Beatriz Sánchez, la gran ganadora de esta elección.

La segunda reflexión que debe hacerse es que un gran margen de empresas dedicadas a las encuestas volvieron a fallar. Prácticamente todas daban un holgado triunfo al candidato de los empresarios, Sebastián Piñera. Situación que no ocurrió, al punto que el candidato de la derecha obtuvo menos votos que en la elección de 2009. Esta misma tendencia la vive el candidato del oficialismo, Alejandro Guillier, quien obtuvo una votación menor a la que esperaban en su comando, obligándolo a hacer ajustes en su equipo programático para repuntar la votación.

La tercera reflexión apunta al desempeño de la Democracia Cristiana (DC) en esta elección. Este partido histórico que tuvo una impronta y una fuerza electoral abrumadora en el pasado hoy está en una severa crisis interna, comparable con lo vivido por el Partido Radical en un momento de nuestra historia. La DC, un partido de centro, hoy es prácticamente irrelevante en el cuadro político, al punto de no tener mucha influencia en las decisiones que tome el candidato Guillier, cuya situación puede provocar una importante fragmentación al interior de ese partido.

Para cerrar este análisis hay que hablar del gran derrotado de estas elecciones, el candidato progresista, Marco Enríquez Ominami. En su tercera incursión electoral su votación fue bajísima si se la compara con las elecciones de 2009, cuando obtuvo un 20% de las preferencias, llegando hoy ese porcentaje a solo un 5,7%. La gran explicación se encuentra en los casos de financiamiento irregular de la política que involucran al candidato del PRO, junto con pugnas al interior del partido que motivaron la renuncia de varios militantes bajo el argumento de “falta de participación interna”.

De todas formas, aún no sabemos quién será el próximo presidente, incógnita que se despejará este 17 de diciembre cuando se efectúe el balotaje.

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No era un oasis, era un espejismo

Hoy está cayendo el mito de Chile país exitoso, distinto, con tintes europeístas...

/ 21 de julio de 2020 / 16:03

¿El título le parece ofensivo? Los últimos acontecimientos de colusión empresarial en Chile dan cuenta de la ausencia total de libre mercado, como también de su escasa autorregulación, algo impropio de una economía de mercado y libre competencia. Todo lleva a pensar que el mapa estructural con el que se refundó Chile tras el golpe de Estado de 1973, magistralmente administrado por los gobiernos de la Concertación, ha sido un espejismo propagandístico para vendernos un país que no existe y que el Covid-19 nos volvió a recordar.

El relato de ficción que se instaló, depurado por el proceso de transición a la democracia, promovió un Chile diferente, con hálitos anglosajones que nos empujaban a tomar distancia, por ejemplo, de aquellas tradiciones indigenistas propias de nuestro continente. Por ello, no es extraño que lo indígena se asocie con antivalores, con estancamiento y visiones añejas para un país que se autodefinió como “el jaguar de Latinoamérica”. Este mito chilensis fue absorbido por una población que necesitaba desmarcarse del síndrome de inferioridad civil sistemática generado por la dictadura militar, y que intentaba reconstruir una imagen de superioridad frente al “otro”, en medio de un individualismo exacerbado.

Nos indujeron a confiar en las instituciones simplemente porque estas funcionan, sin aclarar que operaban de manera discriminatoria a favor de los poderosos, y que el resto debe asumir por igual la pérdida de sus intereses. Implícitamente se nos clasificó en ciudadanos de primera y de segunda categoría. Los medios de masas anunciaron urbi et orbi que el libre mercado operaba sin restricción alguna, pero ocultó la configuración de monopolios ultraconcentrados y del abuso sistemático sin control. Se nos dijo que estábamos esterilizados frente a la corrupción y que poseíamos el mejor modelo educativo de la región, pero otra vez obviando su modelo de segregación por dinero y que la asociación entre política y negocios era la regla.

Se implementó un sistema de pensiones que con el correr de los años se ha mostrado como un modelo perfecto de empobrecimiento silencioso de la fuerza de trabajo. Construyeron un agresivo discurso de privatización de la salud, similar al de los países del primer mundo, para que finalmente demostrara que era solo una industria que beneficia a unos pocos y deja a la mayoría de la población sin derechos de salud.

Se adoptó un sistema de transporte público supuestamente de primera generación, el Transantiago, pero que desde su puesta en ejecución fue un completo fracaso. Los traslados se hicieron más largos, el costo del pasaje más caro y la promesa de más seguridad y bienestar nunca llegó. Mientras, se privatizan las vías públicas.

Naturalizamos todo sin cuestionarnos nada, porque nos convencimos de que eso era la norma, la que nos hacía distintos de otros países de la región. Seguros de que eso remarcaba ser “diferentes” y más “desarrollados” al estilo europeo. Y ese sentido aspiracional se enquistó y ramificó entre la población como una bacteria sin cura, y fue el precio que pagó la sociedad chilena. Esto se tradujo en que todo es un negocio: con especuladores, con grandes empresarios que solo buscan aumentar su riqueza, con explotación laboral, con extensas jornadas de trabajo para poder pagar los bienes y servicios que brinda el sistema, y con la masificación del dinero de plástico, que no es sinónimo de felicidad.

El agobio en que se vive nos enfermó, al punto de que Chile es el país de la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos) en que más aumentó la tasa de suicidio, siendo esta forma de morir la segunda más importante después de los accidentes de tránsito. Para colmo, el aumento de antidepresivos trepó en un 470%, cuestión que explicaría el explosivo incremento del negocio de las farmacias en el país.

El mito del país exitoso, distinto, con tintes europeístas, lograba su objetivo sin oposición alguna, incluyendo a quienes en algún momento se mostraron contrarios a este diseño, pero que terminaron seducidos por la obra económica del dictador. Hoy estos mitos están cayendo, en parte debido a una sociedad más crítica y consciente de que el Chile que nos dibujaron era una mentira, pero por sobre todo por la fuerza adquirida por los movimientos sociales.

Mientras los defensores de ese espejismo construyen relatos hegemónicos contra todo proyecto refundacional que busque derribar los mitos y puedan proteger su obra, será imposible pensar en un Chile más justo. Aunque seamos honestos, el enorme letargo en que fuimos sumidos comenzó a terminar el 18 de octubre de 2019, quedando un camino de construcción y articulación social importante de producir, que acabe con el Chile de mentira.

(*) UTEM, Universidad Tecnológica Metropolitana, en Santiago de Chile.

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La arquitectura de la desigualdad

El #QuédateEnCasa también puede ser sinónimo de desigualdad y de privilegio

/ 27 de mayo de 2020 / 08:35

La pandemia que por estos días golpea al mundo no solo ha dejado al descubierto la fragilidad de las economías sudamericanas, sino que ha develado la debilidad de la seguridad social de los trabajadores, la precariedad sanitaria de los sectores populares y la total irresponsabilidad de los grupos acomodados del país frente a las medidas adoptadas por el Ejecutivo para contener el contagio por coronavirus. Lejos de respetar la cuarentena o de tomar resguardos sobre el autocuidado y la distancia social, los sectores de ingresos altos de Santiago viven en una realidad paralela.

Traslados en helicópteros a segundas viviendas, fiestas en medio de la restricción de reunión y hasta comulgación en plena vía pública. Probablemente hay una seguridad mayor frente a la amenaza que representa el COVID-19, quizás motivada por contar con un mayor acceso económico a implementos de salubridad que reduce (en parte) el contagio. Sin embargo, lo que expone este comportamiento social son dos cuestiones centrales que han marcado el devenir histórico de Chile en los últimos 45 años: individualismo y desigualdad.

Tras el golpe cívico militar (1973), la sociedad chilena se transformó en un centro de experimentación social para la incubación de un mal llamado modelo económico, el cual se sustentó en la individualización, en la competencia y en la indiferencia social. El formato de interacción cambió y lo importante era fortalecer el animal económico interno y arrinconar al sujeto colectivo, para que el nuevo proyecto económico lograra éxito y expandiera la autorrealización de los individuos. Por tanto, el leitmotiv de esta nueva forma de expresión económica no fue fomentar el trabajo colectivo, sino más bien se preocupó de estimular el aislamiento personal y esterilizar todo rasgo de sensibilidad social y pensamiento crítico. Los vasos comunicantes se debilitaron, el tejido social se destruyó y la sociedad transitó hacia el supuesto paraíso del consumo y la adulación desenfrenada. Ese país sumido en la desesperanza y en la desorientación, dio paso (en apariencia) a un oasis en medio del caos y una supuesta paz social, que más bien fue un espejismo del cual se despertó un 18 de octubre de 2019.

Tras la revuelta popular que ha marcado a Chile desde ese momento, la arquitectura de la desigualdad nuevamente fue motivo de crítica y de revelación, advirtiendo los movimientos sociales que era una costra en estado gelatinoso necesaria de remover. Si ya la sociedad movilizada intentó por distintos medios alterar el mal sentido de las cosas, motivada en muchos casos por sus propias experiencias de vida, el coronavirus visibilizó aún más que ese individualismo y esa desigualdad eran el verdadero enemigo poderoso. Un enemigo acostumbrado a ramificarse por cada rincón, bajo total impunidad y protección burguesa.

Lo que hace el COVID-19 es hacernos cuestionar ambos comportamientos sociales, insistiendo una y otra vez que para poder derrotarlo hay que cumplir el distanciamiento social, atender el llamado de #QuédateEnCasa y siempre lavándose las manos. Bueno, resulta claro el mensaje, pero para lograrlo hay que tener una casa con ciertas condiciones de espacio, además de contar con acceso total al agua. Es decir, es fácil decir #QuédateEnCasa cuando se cuenta con varios metros cuadrados a nuestra disposición y el agua es un recurso ilimitado para una cuenta corriente abultada. Con esas condiciones resulta sencillo seguir las recomendaciones de la autoridad, parar las labores diarias y asumir el encierro de forma lúdica. Pero lamentablemente eso también es sinónimo de desigualdad y de privilegio, pues solo unos pocos y pocas pueden hacerlo.

Los medios de comunicación han invadido sus noticiarios con notas diarias de cómo ciertas familias viven la cuarentena. Algunas practican fútbol, otras arman pistas de bicicross, otras improvisan canchas de tenis y otras se ejercitan en sus gimnasios privados. Pero si hasta esa realidad personal e íntima es una manera de profundizar la desigualdad.

Mientras algunos o algunas pueden paralizar sus actividades sin ver disminuidos sus ingresos, otros en cambio no pueden darse esos lujos. El acto de la desaceleración también es desigual y revela las graves diferencias sociales presentes en Chile y en la región. Lo que ha hecho el COVID-19 es visibilizar esa desigualdad oculta y romantizada por los grupos de poder, interesados siempre en conseguir la negación de ella, más que la alteración de fondo. Por ende, ese slogan #QuédateEnCasa también es desigual, pues mientras unos pocos pueden frenar sus actividades, el grueso de la población, golpeada sistemáticamente por el sistema, debe seguir adelante para dar una imagen de falsa normalidad.

Tal como lo dije en mi columna titulada ¿Podrá el coronavirus acabar con la tiranía del mercado?, este virus revela que no es posible mantener el actual estado de las cosas sin transformaciones de fondo del sistema económico. La economía debe estar al servicio de las personas y no las personas al servicio de la economía. La política debe cambiar, pues hoy es una forma más de dominación que de movilidad social. Un instrumento para la mejora de la vida de las personas y no como una estrategia de control social, pues de seguir así, los estallidos sociales no serán solo locales, sino también globales.

Máximo Quitral es historiador y politólogo, UTEM de Chile

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