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Recuperar la vocación agroproductiva

La vocación agroproductiva de nuestro país fue quebrantada cuando la Reforma Agraria dotó de tierras a los campesinos para después abandonarlos. Pese a semejante fracaso, todavía se cree que para ser productor agropecuario basta con tener tierras. En esta lógica, miles de hectáreas se distribuyen a adjudicatarios sin capital, para condenarlos a adoptar oficios múltiples que permitan sobrevivir con la mísera productividad de sus tierras, cada día más pobres al sustraer sin reposición la fertilidad de los suelos y las fuentes de agua. Los oficios múltiples están concentrados en el comercio y los servicios, que han llevado a que varios otrora campesinos sean ahora comerciantes o transportistas prósperos que nunca invertirían en agropecuaria.

La actividad agropecuaria moderna que aporta al erario nacional es la que está basada en capital y trabajo. Esto se traduce en arriesgar recursos en tecnología y comprando o alquilando tierras (capital) y optimizando la gestión (trabajo). Solo cuando hay capital doliente se entiende que el suelo y el agua son activos que se deben cuidar. Realidades como la sequía del Chaco o las inundaciones del Beni siguen siendo consideradas problemas debido a la falta de inversiones e innovación; así como la producción de quinua sigue dependiendo de las lluvias por no gastar en sistemas de riego tecnificado. Su precio está sometido a las veleidades del mercado al ser exportada sin valor agregado, porque los productores siguen esperando que el Estado invierta por ellos, dado que sus propios capitales están colocados en actividades terciarias.

En la tendencia nacional a hacer agropecuaria sin invertir se insertan la agroecología y la agricultura orgánica, que han sido confinadas a la pequeña escala y a una difusión muy lenta debido a posturas antitecnológicas. Reciclar procesos y evitar insumos externos no significa que no se deba invertir, y son precisamente la tecnología y la innovación las que permitirán que algún día el mundo produzca con policultivos evitando agroquímicos.

Utilizamos la agricultura orgánica como una forma de disimular la pobreza haciéndonos los “naturales” para no asumir costos, entre los que están la genética de semilla y de animales mejorados. Por eso muchos adoptan la postura de no entender que el valor de la semilla nativa y de las razas locales de ganado reside en su germoplasma como base para el mejoramiento y no en su utilización directa.

También en la vieja creencia de que basta con acceder a tierras para producir se enmarcan hechos insólitos como la intención de forzar el Plan de Uso de Suelo (Plus) para establecer agroindustria en el Beni, un territorio de suelos pesados ácidos de baja fertilidad, humedales de alta vulnerabilidad y grandes servidumbres ecológicas. Es difícil que haya inversionistas que pongan en riesgo grandes capitales para subsolar y corregir suelos, además de financiar obras de mitigación del efecto de estas actividades en el medio ambiente. Son pretensiones irresponsables del Estado que sin inversiones adecuadas nos pueden llevar a una pérdida irreversible de recursos naturales.

La distribución de tierras no puede seguir desconectada de la extensión agrícola y de un apoyo integral basado en la productividad. La política agropecuaria debe abandonar de una vez el populismo y el paternalismo antropológico para reducir la destrucción de recursos naturales y recuperar la vocación agroproductiva nacional.