Internet no nació como un espacio comercial, sino como una infraestructura descentralizada que propiciase la comunicación entre una red de ordenadores dispersos por todo el mundo. La Guerra Fría obligó a pensar diferente. No se podía permitir que un ataque en un punto concreto dejase los servicios fuera de juego.

Cuando se creó internet no se hizo para ofrecer acceso a medios, redes sociales o vídeos por suscripción. Tampoco para emitir desde el móvil o descargar un podcast. A partir de la creación de Mosaic, el primer navegador, y de HTML, el lenguaje de programación rudimentario para crear páginas web, comenzó la explosión del contenido. Programas como Outlook Express o Netscape para explorar la red terminaron por popularizar sus servicios.

En 2011, cuando se terminaban las IP, las direcciones únicas para cada uno de los puntos conectados, ya alertó Vinton Cerf, reconocido como el padre de internet (hoy evangelista con rango de vicepresidente en Google), de que el sistema estaba a punto del colapso. Urgía a tomar medidas para extender la infraestructura y adaptarla a los nuevos tiempos, pero nunca planteó que esto significase pasar por encima de la norma fundacional, que todos los paquetes de información y puntos de acceso tuvieran la misma relevancia. Se trataba de un esquema punto a punto, tan igualitario que eran peers, cada punto era un compañero, si se permite la traducción.

¿Qué significa este cambio? Afecta en tres aspectos relevantes: bloqueo de contenidos, dejando que las empresas prohíban aplicaciones que no acepten sus condiciones. Ralentización de servicios: para priorizar aquellos por lo que se pague una cantidad adicional, haciendo de internet un espacio para ricos y pobres, similar a autopistas de peaje en el mundo digital. Privilegio de los servicios propios, las telcos son cada vez más creadoras de contenido, basta con pensar en los problemas iniciales de Netflix y Movistar. La aplicación de vídeo los acusaba de hacer el acceso a su web deliberadamente lento para primar el videoclub de Movistar.

En Silicon Valley hace tiempo que, con la intención de hacer negocio y conseguir un mayor número de usuarios, se han saltado la esencia de esta neutralidad. Con la excusa de hacer el bien, pero decidiendo en origen qué paquetes o contenidos deben llegar antes o gratis.

Internet.org de Facebook es su plan para llevar el acceso gratis a todos los puntos del planeta. Ese gratis es bastante relativo. Permiten navegar dentro de Facebook y servicios asociados, como medios con los que cierran acuerdos y organismos sin ánimo de lucro para educar, pero no incluyen el acceso a muchos de los enlaces que encontrarán dentro de la red social. Teóricamente beneficia a los países en vías de desarrollo, pero lo hace para impulsar que conozcan las bondades de la red y después paguen por un paquete completo de datos que les permite conocer servicios más allá de los que proponen en este coto cerrado. Algo similar sucede con Google y sus globos aerostáticos. Su primera experiencia de gran calado ha sido en Puerto Rico, donde se han aliado con las operadoras para ofrecer una selección de contenidos bajo mínimos.

En España ya existe Vodafone Pass, un servicio que permite usar de manera ilimitada algunas aplicaciones sin afectar a la tarifa contratada. En Estados Unidos, T-Mobile ofrece Binge, para ver Netflix o usar Spotify del mismo modo. Sprint no contabiliza los megas que se utilicen cazando pokémons. En México, Telcel tiene algunos paquetes de recarga que ofrecen uso ilimitado de WhatsApp o redes sociales. Estos reclamos comerciales, en esencia, ya se han saltado lo que defiende la neutralidad de la red. A priori benefician al usuario, pero dan claramente prioridad a los que tienen acuerdos con las proveedoras de servicios. ¿Qué sucederá si esta oferta pasa a ser la norma? Se dejaría de lado a medios que no aceptasen las condiciones de las telecos, pequeños productores, blogers…