Icono del sitio La Razón

La buena costumbre de mentir

Se cuenta que dos borrachitos, para no morir de aburrimiento, decidieron divertirse con la candidez de la gente y empezaron a gritar que habían aparecido sirenas en el río Guadalquivir. La gente, curiosa, empezó a correr hacia el río para ver a las sirenas y uno de los borrachitos también. El otro le pregunta: “¿Cumpa, a dónde está corriendo?”. “Al río cumpa, a lo de las sirenas”. “Pero si es mentira, cumpa”, le recuerda el compadre. El amigo le responde, “¿y si fuera cierto?”. Una de las características de la nueva mentira es ésa, que el mentiroso finalmente cree su propio engaño.

Hasta no hace mucho, mentir no solo era mal visto, sino que además era considerado algo horrible y ruin; incluso en los cuentos infantiles se advertía a los niños que si la practicaban les iba a crecer la nariz de una forma desmesurada, para que todo el mundo supiese que eran unos mentirosos. La mentira fue catalogada como un delito e incluso como un pecado. La Biblia la ubicó entre los 10 mandamientos que el mismo Dios imprimió y entregó a Moisés con un sonoro “no mentirás”, que retumbó en el Monte Sinaí y que el cine se encargó de meternos por los oídos con eco, para que no quedase duda de dónde y de quién venía la orden.

Tan perjudicial era la mentira que en los tribunales de justicia a los testigos, acusados y acusadores se les hacía (y aún se les hace) jurar con la mano sobre la Biblia, seguida de la pregunta “¿Jura decir la verdad, solo la verdad y nada más que la verdad?”, seguida de la advertencia de que el falso testimonio es delito. Antes, la mentira era tan detestable que se tuvo que crear la figura de la mentira “piadosa” para otorgarle algún sentido, alguna justificación que la haga digerible.

Pero los tiempos cambian. De a poco se va posicionando la mentira alevosa, premeditada y ruin como un noble atributo, siempre que se lo use para una buena causa. Algo así como que el fin justifica los medios. Ya no importa mucho si el fin es tan falso como los medios que se usan para alcanzarlo.

Las nuevas tecnologías, con sus redes sociales que tienen el atributo de las inagotables posibilidades de anonimato e insulto a distancia, han facilitado y catapultado el proceso. Es el nuevo escenario de una guerra que carece de reglas y de ética. Allí las mentiras reciben aplausos y los mentirosos reciben, reconfortados y fortalecidos, los likes, una especie de tónico y certificado público de que mentir “es bien” (parafraseando al autor del Club de los gorrioncillos o maridos estropeados). Los mentirosos van experimentando su metamorfosis al revés: sienten que de insectos se van convirtiendo en héroes (aunque se miren al espejo y se vean insectos).

El proceso es tan extendido y universal que quienes lo practican se sienten legitimados, y los expertos lo han convertido en motivo de sesudos estudios y le han dado un nombre: posverdad (traducido así del inglés). De todos modos, y pese a los likes aún no logran quitarle ese tufillo a simple engaño y manipulación, de pinche mentiroso.