Eran las cinco en punto de la tarde. Y estaba de los nervios. Mientras escribía estas líneas estaba a punto de salir a manifestarme. A punto de unirme al grito unísono: “Basta de agresiones. Respetad nuestro cuerpo”. Estaba de los nervios y trataba de controlar las lágrimas, porque unas horas más tarde, cualquiera podía ver una radiografía de mi vida. Mi vida y la de mi familia, al desnudo. Nerviosa por lo que supone romper el silencio ante millones de espectadores. Aquella noche, la del 25 de noviembre, pudo verse en televisión la versión para este formato de mi documental Arenas de silencio: olas de valor.

Y tuve lágrimas. Lágrimas de incertidumbre: ¿me juzgaréis? ¿Entenderéis de qué raíz profunda sale mi necesidad de expresar el dolor que me une a miles de millones de víctimas en todo el mundo? Lágrimas de desasosiego: ¿me seguiréis juzgando porque no me supe defender? Lágrimas de miedo: ¿me condenaréis porque he contemplado el perdón? ¿Me condenaréis por poner de nuevo en evidencia la agresión normalizada por parte de miembros de la Iglesia? Lágrimas de rabia: al saber que este momento miles de millones de jóvenes y mujeres están siendo agredidas. Lágrimas de impotencia: ¿cómo luchar contra ese Goliat de una estructura social que perpetúa el patriarcado con mensajes subliminales y obvios que cosifican a la mujer? ¿Cómo impedir que el cine, los medios de comunicación y la publicidad dejen de transmitir que somos una simple mercancía?

En esas lágrimas que se me escaparon, hubo también un profundo agradecimiento. A nuestra protagonista, Virginia Isaías, una mujer mexicana que fue sometida a todo tipo de torturas por la red de tráfico que la secuestró y esclavizó con su bebé de seis meses en el regazo. Agradecida por su valor a exponer su historia al mundo a pesar del miedo a poder ser identificada y liquidada por sus traficantes. A su hija, Lala, el único bebé que se conoce que fue víctima de trata, y que vemos crecer en el documental hasta que a los 17 años nos cuenta qué supone ser fruto de una violación.

A mi hermana Marián, que ha sabido desafiar el que te señalen con el dedo en nuestro Logroño natal; contando su historia de abuso infantil por un extraño en la playa de Zarautz, quiere ayudar a que muchas más personas rompan el silencio. A mi cuñada Miriam, que ha elegido hacer frente a las consecuencias del dolor que puede causar a sus allegados el declararse superviviente. A mi prima Lola, que desde el primer momento decidió contar su historia aunque eso supusiera poner en entredicho a la Iglesia, tan cercana a su familia.

Y a esa oleada de coraje que me fue envolviendo al toparme con mujeres que abrían sus profundas heridas al mundo hasta que lograron que algo se rasgara en mí y fuera consciente de mi propio abuso. Una oleada que se ha convertido hoy en un tsunami que recorre cada sala donde se proyecta. Un tsunami que probablemente recorrió las salas de estar de muchos hogares la noche del 25 de noviembre del año pasado. Ese tsunami ya no solo anima a romper el silencio. Esas olas gigantes te impulsan también más allá de las infranqueables barreras del miedo y te animan a denunciar.

Lo sentí en mis entrañas cuando hace unas semanas una joven de 15 años que había denunciado a su agresor preguntaba cómo enfrentarse a las consecuencias. Después supe que en el instituto era ahora además víctima de acoso escolar; cuando en la Filmoteca de Logroño dos mujeres denunciaron con nombres y apellidos a dos sacerdotes acosadores, uno de ellos vivo.

También cuando en el Cine Modelo de Zarautz, después de que una mujer nombrase al profesor de piano que la acosó en su infancia, un anciano levantó la mano y confesó, con voz temblorosa, que a los 15 años él y sus amigos en el colegio sabían que uno de sus compañeros estaba siendo abusado por un cura y que no solo no lo denunciaron, sino que se reían de él y le llamaban “la nena”; y cuando una estudiante universitaria me pidió ayuda para denunciar al fisioterapeuta de Castilla La Mancha que le había tratado un dolor de hombros metiéndole un objeto vibrador en la vagina tras enseñarle en Google el punto que trataba de estimular.

Federico García Lorca fue víctima, entre otras violencias, del oscurantismo social por su identidad de género. Hoy, encuentro en su poema al torero el eco de la víctima de La Manada. Un niño trajo la blanca sábana a las cinco de la tarde.