Hay un boom de libros musicales, aseguran las editoriales. Uno desearía creerlo, confiando en que alguna se atreva a traducir Warte nicht auf bessre Zeiten!, autobiografía del enemigo público número uno de la República Democrática Alemana (RDA): Wolf Biermann, el cantautor que fue expatriado del paraíso del proletariado por ser, simplificando, demasiado comunista.

Su padre, comunista y judío, trabajaba en el puerto de Hamburgo cuando fue atrapado buscando pruebas sobre la clandestina ayuda nazi al Ejército franquista. Murió en Auschwitz, en 1943. El hijo del mártir pronto se haría notar. Acudió como representante de la República Federal de Alemania (RFA) a la primera cumbre de la FDJ, rama juvenil del comunismo alemán; fue acogido calurosamente por Erich Honecker, futuro secretario general del partido (y, eventualmente, su mayor perseguidor).

Mientras millones de alemanes escapaban a Occidente, Wolf prefirió instalarse en la República Democrática Alemana para colaborar en “la construcción del socialismo”. Pero su temperamento resultó incompatible con desfilar al paso de la oca. Fundó un grupo de teatro y su primer montaje (sobre el Muro de Berlín) fue vetado, aunque Wolf defendía su construcción. Disfrutó brevemente de la protección de Hanns Eisler, compositor habitual de Bertolt Brecht, quien le aconsejó dedicarse a las canciones.

Tiene misterio la conversión del creyente Wolf en el disidente Biermann. Se le negó el ingreso en el partido, aparentemente por su vida desordenada: usaba estimulantes de farmacia, era muy promiscuo (llegaría a acumular 10 hijos). ¿Intuyeron que iba por el mal camino cuando empezó a pedir cuentas a la gerontocracia del régimen? ¿Le empujaron a la trinchera al prohibirle cantar?

Inevitablemente, Wolf decidió sacar sus ásperos discos y poemarios en la RFA. De allí llegó una grabadora que le permitió titular un álbum con su dirección (Chausseestraße 131). ¡Como si la Stasi necesitara recordatorios! Había micrófonos por todo el piso, así como agentes en la calle, que no ocultaban su desconcierto ante visitantes como Allen Ginsberg o Joan Baez. Wolf incluso les dedicó una canción cariñosa, Die Stasi-ballade.

Demasiado popular para ser encarcelado, el camarada Honecker dispuso una trampa bochornosa. En 1976, invitado por el poderoso sindicato IG Metall, se le permitió una gira por la RFA. Una vez que cruzó la frontera, le privaron de su condición de ciudadano de la RDA, prohibiéndole retornar al país que había sido su patria 23 años. Escándalo en las dos Alemanias, con protestas y manifiestos. Fue un mal negocio, herr Honecker.

En Occidente siguió la vigilancia de la Stasi. En 1992, cuando Wolf pudo acceder a su expediente, abarcaba 50.000 folios, y revelaba la abundancia de amigos y asociados que, voluntariamente o no, informaron de sus actividades. Y eso que, sabedor de la profusión de espías en las organizaciones de izquierda de la RFA, Biermann prefirió militar en una célula del PCE, formada por exiliados españoles. Le admitieron sin problemas: agradecían su elepé de canciones antifranquistas, Es gibt ein Leben vor dem Tod.

Ya masticaba dudas ideológicas. Había coincidido con veteranos germanos de las Brigadas Internacionales, que se reían cuando les preguntaba por su relación con los trotskistas: “Si sospechábamos que algún brigadista era trosko, le llevábamos de patrulla por la noche y, curioso, ninguno volvía”. Y uno debe parar aquí, justo en la mitad de su vida y de su no menos asombrosa autobiografía. La segunda parte, suele ocurrir, supone la negación de su compromiso anterior.