Durante los últimos años han aflorado numerosas tendencias que obligan a cuestionarse hasta qué punto la economía global está funcionando bien. El voto en el Reino Unido a favor del brexit plantea un desafío enorme para el futuro de la Unión Europea, mientras que la elección de un agitador inestable como presidente de Estados Unidos ha puesto en jaque el orden internacional tal y como lo conocemos. El apoyo a populistas antisistema en varias regiones del mundo sugiere que esta deriva no ha concluido. Los indicadores económicos convencionales apenas nos advirtieron de todo esto. Las tasas medias de crecimiento escondían el descenso social de importantes sectores de la población, mientras que los bajos índices de paro enmascaraban el número creciente de jóvenes con empleos precarios o totalmente excluidos de la masa laboral. ¿Cómo no nos dimos cuenta de nada de todo esto?

Si hubiésemos hecho un seguimiento del nivel de bienestar como complemento del PIB, a lo mejor nos habríamos sorprendido menos. Los investigadores de la felicidad en la economía hemos desarrollado una serie de parámetros para evaluar el bienestar de las poblaciones del mundo y la influencia del nivel salarial y otros factores. De esta forma, hemos descubierto patrones muy consistentes en las variables que explican los mayores niveles de satisfacción, que se vinculan a su vez con sociedades más sanas y longevas. Según estas pautas, los ingresos determinan hasta cierto punto la felicidad, pero una buena salud, un empleo y una pareja estables y un objetivo o propósito en la vida son aún más importantes. También medimos cómo la gente afronta la vida cotidiana; si se siente satisfecha, estresada o enfadada cuando piensa en sus tareas diarias.

Estos parámetros nos han servido para poner de relieve la profunda infelicidad que, en medio de la prosperidad, existe en Estados Unidos. La causa de esta paradoja son unas vidas, unas esperanzas y unas perspectivas muy diferentes. Algunos sectores de la población estadounidense tienen acceso a oportunidades, buena educación y salud, y un alto nivel de optimismo de cara al futuro. Otros viven desesperados, estresados y disgustados hasta el punto de que las “muertes por desesperanza” (­suicidio, sobredosis de drogas e intoxicación etílica entre los blancos de mediana edad sin formación universitaria que viven en el interior del país) están provocando un aumento de la mortalidad en Estados Unidos.

La brecha más evidente es la que existe entre ricos y pobres, y entre la población urbana y la población rural en Estados Unidos. Pero la historia no es tan sencilla. Hay también una división igualmente profunda entre obreros blancos desesperados y minorías optimistas y con mayor capacidad de adaptación, en especial negros pobres. Las minorías, que han padecido históricamente discriminación y otros desafíos, están cerrando paulatinamente las brechas educativas y de esperanza de vida. Los blancos pobres, por el contrario, han experimentado una pérdida, tanto real como percibida, de estatus, de movilidad social y de oportunidades en el futuro. La posibilidad de que admitan que viven peor que sus padres es mucho mayor en su caso. Su desesperación se refleja en el aumento de las “muertes por desesperanza”.

Las raíces económicas de esta crisis son mucho más conocidas que las relacionadas con la pérdida de identidad y expectativas. Como mínimo, tenemos que empezar a analizar las tendencias del bienestar y el malestar junto con las estadísticas habituales (como ya está haciendo el Gobierno de Reino Unido), con el fin de entender mejor el contexto. De lo contrario, la historia que los números se olvidaron de contar podría hacer peligrar aún más nuestras democracias, nuestras economías y nuestras sociedades.

Es investigadora de la Brookings Institution.