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Thursday 28 Mar 2024 | Actualizado a 12:33 PM

La Justicia sin ley tribuna

/ 24 de enero de 2018 / 04:17

Su relato pedía a gritos silenciosos una restricción perimetral, un impedimento de contacto hacia el género masculino, que ningún hombre se le acerque; ninguno. El único requisito que necesitaba para comenzar a hablar sobre su dolor era que la psicóloga que lo trate sea una mujer.

Habilitada a atravesar su blindaje, trato que este imperativo inicial se corrompa. Entonces el niño, de tan solo 10 años, me cuenta que su temor habitual se le fue de las manos cuando su padre abusó sexualmente de su hermana de ocho años.

La niña mantuvo el silencio mucho menos tiempo de lo que suele suceder en estos casos, hasta que pudiendo diferenciar a los que valen la pena de los que no, se lo contó a él, a él, justo a él que los odia, que les tiene miedo, que no quiere que se le arrimen desde antes que su padre le pegase hasta dejarlo sin aire a los cuatro años.

Pero ¿para qué hablar de esto? Esto no es lo “relevante”, lo importante son los abusos como el que sufrió su hermana. La convicción se la había dado la Justicia, la Justicia argentina, que tomó cartas en el asunto y después de muchas idas y vueltas, juicios (abreviados), papeles que van y vienen, cámaras de Gesell, pericias y todo eso, había decidido protegerla, prohibiéndole al padre el acercamiento en un radio de 200 metros en torno al domicilio de la hermana por dos años.

Pero no en torno a él, porque no fue abusado (sexualmente). El padre podía seguir acercándosele; y a los hijos de su otro matrimonio también.

Tal vez sea porque son varones y no corren el mismo riesgo, o porque no les pegó lo suficiente para considerar sus golpes un exceso; o porque la madre debería iniciar otra causa, con otro nombre, ante la Justicia. No lo sabe. No lo sabe nadie porque tal parece que la Justicia argentina carece de criterio de realidad y tiene una certeza delirante al considerar que un padre puede actuar de una manera tan animal con un hijo y con los otros respetar la ley que prohíbe el incesto.

Parece que algo no está bien con la Justicia argentina: paradójicamente ha fallado la inscripción de la ley, hablando desde la conceptualización lacaniana. Es hora de dejar atrás una etapa desequilibrada y delirante para, de una vez por todas, comenzar a ordenar y proteger a tantas estructuras subjetivas vulnerables que piden a gritos impedimentos de contacto.

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Ficciones que ocultan

Los medicamentos, como cualquier otro producto que el mercado introduce, no colman nunca lo que prometen.

/ 14 de diciembre de 2018 / 03:47

Semejante a lo que algunos calificarían como un trastorno obsesivo-compulsivo (TOC), lo primero que hago al llegar a mi consultorio es revisar la correspondencia. Por estar tan alejados de lo que hace ya muchos años era el único modo de recibir un mensaje escrito, confieso que este acto me genera cierta nostalgia.

Recuerdo que un día dentro del manojo de cartas que el encargado del edificio (e iniciador del ritual) me entregó al llegar se destacaba un sobre, con un almanaque de escritorio que un conocido laboratorio me enviaba como atención por fin de año. Su diseño era elegante y original. Contaba con fotografías de puentes de diversas partes del mundo, famosos por sus estilos arquitectónicos. Cada mes del año era representado por un puente distinto. En el reverso de cada página se detallaba su nombre y ubicación, junto con una breve reseña histórica.

Claramente, este almanaque no era más que una publicidad de uno de sus tantos productos. En este caso, una conocida medicación ansiolítica que debajo de su nombre comercial decía: “Un puente a la serenidad”. En resumen, esta empresa promocionaba su producto tratando de hacernos creer que, cruzando un puente, una persona con ansiedad y malestar podía llegar casi de manera mágica a otro lugar en el que predominaba el bienestar y la felicidad. Luego de hojearlo, lo guardé en el primer cajón del escritorio y continué con mis tareas.

Poseedor del don de la profecía, Aldous Huxley, en su libro Un mundo Feliz (1932) cual adivino griego retrata una sociedad futurista estratizada, condicionada genéticamente, individualista, incompatible con cualquier agrupamiento semejante a una familia. En esta sociedad el amor deja de tener un lugar y la promiscuidad pasa a ser el modo natural de las relaciones de pareja. Premisa que garantizaba la “felicidad” de todas las personas.

Sin embargo, para lograr esta suerte de “felicidad” colectiva, desubjetivizada y utópica se necesitaba recurrir a un puente: el soma, una droga de consumo libre para todas las castas que exaltaba las pasiones y provocaba un estado de frenesí. Ante el menor indicio de angustia, los personajes no dudaban en consumirla. Pero si el sentimiento era excesivo y no sensible a dosis ambulatorias, debían tomarse unas “vacaciones de soma” para luego reincorporarse contentos a la comunidad.

Muchos calendarios como el que me llegó aquel día han pasado desde entonces, empero, hoy en día las campañas publicitarias de los psicofármacos, de manera parecida a lo que ocurre en la novela de Huxley, intentan crear la ilusión de la existencia de un mundo feliz, de una satisfacción plena e inmediata. Siguiendo el ejemplo del ansiolítico: si usted está nervioso, solo hace falta que consuma la medicación para cruzar el puente hacia la serenidad.

Toda publicidad trata de hacerle creer a los consumidores que adquiriendo el producto ofrecido, cualquiera que éste sea, podrán colmar su necesidad. Lamento aquí decepcionar a algunos, pero las publicidades mienten. En este caso los medicamentos, como cualquier otro producto que el mercado introduce, no colman nunca lo que prometen; y muchas veces resulta difícil discernir los engaños implantados por las campañas de publicidad médica.

La medicación puede ser útil en un determinado momento, pero tiene sus límites. Siempre debe ir acompañada de un tratamiento psicoterapéutico que dé lugar a la palabra del paciente; de tal manera que, con la intervención de un profesional (analista), pueda implicarse en lo que le sucede, en su padecimiento: “¿Qué tengo que ver yo en todo esto que me ocurre?”.

La felicidad no es la misma para todos, tampoco es absoluta. Tiene que ver con ir en busca de un propósito, de encontrar y entrar en sintonía con el deseo (propio y original de cada persona). Por lo que habrá tantos mundos felices como personas decididas a enfrentar este desafío existan en el universo. 

* Psicoanalista, titulada de la Universidad de Buenos Aires, Argentina.

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Marcas en la piel

Aquel significante estaba inscrito en lo más profundo de su ser.

/ 25 de noviembre de 2017 / 04:58

Su cuerpo era un lienzo; solo quedaba un pequeño espacio sobre su hombro derecho para ese último trazado, para alojar por siempre en su piel la flor más bella que hubiera visto jamás. Quería vivir con él, marchitarse con él, morir con él. Solo sabía que debía realizárselo antes de que finalice la primavera. Le preocupaba más que ninguna otra de las obras cifradas en su piel, debía quedar tan perfecta como la imaginaba. Pero faltaba algo más, no sabía qué…

Así comenzaba su relato acerca del último tatuaje, el más deseado, con el que finalizaría la decoración de su cuerpo. El último trazado tenía, como todos los demás, un relato por detrás, que le daba la dignidad para someterse, una vez más, al desgarro doloroso de su piel, dejando una marca indeleble.

En principio, la flor más bella que jamás había visto era solo una fotografía que años atrás le había causado una fascinación absoluta que ni él mismo podía explicar; un relato consciente que al ser desplegado en la sesión llegó mucho más lejos. Históricamente aquel significante estaba inscrito en lo más profundo de su ser: se recuerda de niño junto a su madre admirando las rosas que ella, con cuidado maternal, hacia florecer en su jardín.

Al finalizar la primavera, su hombro derecho lució la flor más bella que hubiera visto jamás, tal como la imaginaba, con la misma cantidad de pétalos, con el mismo color, con la asimetría necesaria de sus espinas, con la largura de su tallo. Solo agregó dos letras en mayúscula, ya no sería necesario nada más.

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Imágenes

A los niños la captura obsesiva de imágenes no les suma, pues para ellos las experiencias les son irreemplazables.

/ 10 de octubre de 2017 / 04:08

Ser mirados es la consigna; ser mirados para existir. Existir en la época actual implica existir en las redes sociales, donde la relación con el otro queda reducida a un intercambio de imágenes que intentan traslucir estados de felicidad absoluta y donde todos parecerían tener la vida de una estrella hollywoodense.

De manera silenciosa, el vínculo entre las personas se ha ido desvirtuando. El mirar a los ojos a alguien ha quedado atrás. El mirar de hoy se define por una mirada refugiada y escondida detrás de una pantalla. El espectador invisible da signos de su presencia a través de un icono, a mi criterio poco agradable, un pulgar levantado (me gusta) o en posición inversa (no me gusta).

Y sí, los avances de la tecnología lo han hecho posible: todo, absolutamente todo puede ser fotografiado, filmado, relatado y “compartido” casi en el mismo instante en que sucede. Solo se requiere tener un teléfono y señal de internet. Si esto no sucede, las personas parecen entrar en un estado de desconcierto y desolación. El momento vivido deja de tener valor si no puede ser mostrado a los demás.

Ya desde que llega un niño al mundo (e incluso desde que está dentro del vientre de su madre), hay una obsesión por el retrato, por la captura de imágenes: ecografías en 4D, que les anticipará a los padres cómo es la cara de su hijo, gran enigma que hoy en día no puede esperar nueve meses. Los padres llegan a pagar mucho dinero por estas imágenes, las que, lejos de brindar algo más que las tradicionales en lo que a la salud respecta, se promocionan por ofrecer alta definición, particularmente del rostro del bebé. Sin embargo, como todo objeto que propone el mercado como garante de felicidad o satisfacción plena, nunca colma lo prometido, y muchas personas se sienten defraudadas al ver estas imágenes comprimidas. ¡Tan solo había que esperar un poco más! Luego, al nacer llega la segunda etapa: el niño se enfrentará a las cámaras. Será filmado, fotografiado y compartido (virtualmente claro está) en casi todos sus momentos.

A las nuevas generaciones les resulta difícil concebir un mundo fuera de los avances tecnológicos. La compulsión por la captura de imágenes muestra a los padres de hoy en día ofrecer a sus hijos una sola mano. Y ustedes se preguntarán ¿por qué? La respuesta es simple: porque con la otra sostienen su teléfono celular, el que, en el mejor de los casos, está filmando o fotografiando al niño. Digo en el mejor de los casos porque, para tomar un ejemplo concreto, más negativo es aún que una madre esté amamantando a su hijo, sosteniéndolo con una mano y escribiendo con la otra mensajes en su teléfono celular.

Entonces, volviendo al primer caso de un niño que es fotografiado o filmado, con una mirada distraída y repartida entre lo que el camarógrafo quiere obtener de la escena y el pequeño que, como todo bebé atento a los signos de amor, no deja de mirar a los ojos de su madre o su padre, pero también a ese dispositivo electrónico, tan preciado en el contexto familiar, que lo intenta captar insistentemente en una escena digital… como se suele decir, el problema son los excesos.

El problema comienza cuando el interés por la captura de imágenes desplaza a la vivencia en sí misma, cuando el interés por mostrar la escena cobra más importancia que el momento vivido. El registro virtual excesivo es muy dañino para los niños y los infantes. A ellos la captura de estas imágenes no les suma, pues las experiencias vividas les son inigualables, irreemplazables. Dos brazos que lo levanten, una madre que mientras lo amamante acaricie su rostro y lo mire a los ojos, le cante, le hable y le transmita cosas que jamás en la vida, aunque no las recuerde, olvidará.

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Cuando la autoridad pasa de padres a hijos

Una característica común de los nuevos modelos de familia es que la autoridad ha cambiado de sitio

/ 5 de agosto de 2017 / 03:39

Se escucha con naturalidad y frecuencia decir a los padres sentirse amigos y cómplices incondicionales de sus hijos. Esta relación está atravesada por la confidencialidad entre ambos, en la cual, sin discriminación respecto a cuestiones de la vida íntima de los padres, el hijo termina siendo convocado a un lugar de consejero.

Tan solo con detenerse a observar cómo se dirige un niño o un adolescente a sus padres uno puede percibir que ha quedado lejos la asimetría que caracterizaba las relaciones padre-hijo de años atrás, asimetría necesaria para que los primeros puedan ser padres y no niños. Los progenitores no son iguales a sus hijos: la necesidad de asimetría es fundamental en una familia para que no se demande a los niños comportarse como adultos o se les permita todo.

Hoy en día tenemos grandes variaciones respecto de la familia tradicional, por ejemplo, familias homoparentales (padres de un mismo sexo) o monoparentales (un niño y un solo padre). Evidentemente las funciones y conformaciones familiares están cambiando. Silenciosamente, en estos sistemas familiares los roles de los integrantes se están trastocando. Una característica común de los nuevos modelos de familia es que la autoridad ha cambiado de sitio. Incluso en los modelos tradicionales (padre, madre, niños) en los que la autoridad recaía por lo general sobre la figura del padre (aunque también en la madre o en otro adulto en muchos casos) se han intercambiado posiciones, y la autoridad termina siendo del niño.

Más allá de las limitaciones propias que cada padre puede tener para asumir esta posición, las razones externas, sociales, que favorecen a esta cuestión las encontramos en el mercado, la tecnología y la ciencia. Para tomar un ejemplo del mercado, las publicidades de los programas infantiles están dirigidas a los niños; pero no así la programación. Para el mercado, el niño es un consumidor a quien venderle.

De esta manera, las “pruebas” de amor que este pequeño gran consumidor espera de sus padres están sujetas a su capacidad/interés de satisfacer su apetito insaciable. Entonces, ¿en quién recae la autoridad? ¡En el niño!, quien demanda a sus padres incansablemente objetos, ya que ninguno colma lo que promete.

El lugar de padres tiene que ver con comprometerse y sostener la palabra, poner límites, limitar los desbordes y excesos que ponen en riesgo al propio niño y su tránsito hacia la autonomía. Esto se lleva a cabo desde el lugar de autoridad, no desde el autoritarismo. Frecuentemente los padres confunden estos conceptos y no asumen un rol de autoridad temiendo caer en posiciones autoritarias.

Desde “ser padres” también se transmite algo mucho más esencial que la satisfacción inmediata, que es el interés, la curiosidad. Asimismo este rol tiene que ver con tener más experiencias, con haber vivido más, con tener deseos propios y diferenciarlos de los de los hijos. Históricamente la familia es el lugar que recibe al recién nacido, que le transmite un nombre, los cuidados, el lenguaje, la forma de hablar y también los límites, lo que está permitido y lo que no.

Para los padres de hoy constituye un gran desafío asumir esta posición, a la que sus hijos muchas veces los convocan, a veces sin advertirlo, insistentemente, para regular sus desbordes, su no-límite. Hay que remarcar que un límite tiene que ver con el amor, con transmitirle a un niño lo que puede hacer y aquello que no le es lícito; siempre desde un lugar de autoridad que prodiga un cuidado amoroso hacia él.

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Ataques de pánico

Por lo general este padecimiento se desencadena y exacerba en ámbitos de aglomeración y de encierro.

/ 24 de junio de 2017 / 04:45

En la clínica de este nuevo siglo uno de los síntomas recurrentes por los que los pacientes consultan y demandan iniciar un tratamiento son los llamados “ataques de pánico”: miedo, ansiedad, taquicardia; sensación de ahogo, de que van a morirse; entre otros. En principio, no pueden decir mucho más al respecto. Podemos ver con frecuencia que este padecimiento se desencadena y exacerba en ámbitos multitudinarios, de aglomeración, de encierro, con pocas posibilidades de “escaparse” de la situación.

En ocasiones, luego de padecer ataques de pánico las personas acuden a un servicio de guardia médica, en donde son asistidas por un profesional (médico clínico) que al realizarle los estudios de rutina y al no observar anomalía alguna les diagnostica con este síntoma y les indica una medicación ansiolítica.

Frecuentemente, para tranquilidad de quienes enfrentamos problemáticas de este tipo, muchos de los profesionales médicos que no se adscriben rigurosamente al discurso de la ciencia resaltan la necesidad de la intervención de un profesional en salud mental, y les aconsejan realizar un tratamiento psicológico, acompañando la medicación.

Debemos tener en cuenta que si bien la medicación psiquiátrica es necesaria en un paciente que se encuentre angustiado en extremo, este tratamiento solo logrará hacer una “pausa” en el síntoma, tranquilizando temporalmente. La prescripción de la medicación psiquiátrica es, en primera instancia, una solución acertada y relativamente inmediata, pero no debería ser la única manera de abordar la problemática.

Los psicofármacos en general provocan una ficción en el paciente de estabilidad emocional, pero es necesario decir que, en cuanto prescinda de estos fármacos, volverá a “su” realidad y reaparecerá el síntoma. En otras palabras, la medicación psiquiátrica tapa la problemática en vez de resolverla.

Por esta razón, para aliviar su padecimiento y llegar en algún momento a deshacerse del síntoma, el paciente deberá acompañar la medicación prescrita inicialmente con un tratamiento psicoanalítico. Éste dará lugar a su palabra, a su implicación subjetiva en lo que le sucede, a poder enfrentar (y no a tapar o evadir) con ayuda de un profesional a este “pánico” que lo aterra y que, por más que se presente de manera similar en diferentes pacientes, tiene un sentido único para él. Solo a través de este trabajo podrá encontrar una solución a su síntoma y llegar en algún momento a prescindir de la medicación psiquiátrica. 

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