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Nicanor Parra, el último antipoeta

/ 26 de enero de 2018 / 04:00

Todos los días muere algún poeta. Los antipoetas, sin embargo, mueren una vez por siglo. O por era geológica. La razón es sencilla: poetas siempre ha habido y habrá; antipoetas solo ha habido uno, Nicanor Parra. Así, por contraste con el resto de sus pares, suele presentar al escritor chileno el mejor de sus estudiosos: el profesor Niall Binns.

Después de asistir hace tres años a su propio centenario y hace uno al de su hermana, la cantante Violeta, Nicanor Parra (San Fabián de Alico, 1914) murió  el martes en su casa del municipio de La Reina, en Santiago de Chile. Se había instalado en ella poco antes de su cumpleaños, en septiembre pasado, y después de pasar los últimos tiempos en el pueblo costero de Las Cruces.

Allí se quedó en abril de 2012 mientras a 11.000 kilómetros de distancia, en Alcalá de Henares, uno de sus nietos recogía en su nombre el Premio Cervantes. El abuelo, cuya edad no era la más indicada para un viaje transatlántico, había pedido una prórroga para pergeñar un discurso “medianamente plausible”. Eso sí, ya estaba manos a lo obra: su mesa estaba llena de libros sobre el autor del Quijote con los pasajes más importantes marcados con bolsitas de té.

Años antes, en 1954, había publicado un libro para el que barajó varios títulos (Material de lectura, Oxford 1950, Veinte años y un día) pero cuya denominación final marcaría el resto de su obra: Poemas y antipoemas. En él, como avisaba su autor, no aparecían palabras como arcoíris, dolor o Torcuato. Sillas y mesas, sí. También había prosaísmo, humor, ironía, quiebros, chistes (buenos y malos), poesía que no quería serlo.

Después de estrenarse en 1937 como poeta con un Cancionero sin nombre de aires lorquianos, el Parra antipoeta era una piedra seca de prosaísmo anglosajón en el verboso estanque afrancesado de la poesía hispana. No en vano había estudiado cosmología en Oxford entre 1949 y 1951, después de especializarse en Mecánica Avanzada en la Universidad de Brown.

Licenciado en Física y Exactas, durante 30 años fue profesor de Física en la escuela de ingenieros de la Universidad de Chile; y en 1973, año del golpe de Pinochet, engrosó el mítico Departamento de Estudios Humanísticos de la Facultad de Matemáticas. Allí coincidió con el también poeta Enrique Lihn, con el que dos décadas antes, y junto con Alejandro Jodorowsky, había fundado el periódico mural El Quebrantahuesos. Aquel departamento se convirtió durante la dictadura en un reducto de pensamiento libre. Libros como Sermones y prédicas del Cristo de Elqui (1977) o Chistes para desorientar a la policía/poesía (1983) fueron la respuesta a un tiempo, el de pinochetismo duro, que Parra sobrellevó confundiendo su voz con la de un supuesto loco: Domingo Zárate Vega, llamado el Cristo de Elqui, un famoso predicador callejero de los años 30.

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Me fío del Nobel

Ya sé que no se lo dieron a Borges ni a Tolstói, pero quedan decenas de razones para fiarse del Nobel.

/ 13 de octubre de 2013 / 04:00

No me pregunten por qué, pero me fío del Nobel, del premio Nobel de Literatura quiero decir, ese que acaba de ser otorgado a la escritora canadiense Alice Munro.

Ya sé que no se lo dieron a Borges ni a Tolstói ni a Virginia Woolf y sí a Echegaray, Churchill y Pearl S. Buck, pero quedan decenas de razones para fiarse del criterio de la Academia Sueca. ¿Por qué?

Porque en los últimos años acertó al decirnos que nos estábamos perdiendo la obra de gente como Herta Müller o Wislawa Szymborska.

Porque después de eso hay que tener en cuenta sus recomendaciones. Aunque no gane Philip Roth.

Porque en tiempos en que el mundo está lleno de escritores revelación, obras maestras, libros del año y partidos del siglo, está bien que haya 18 suecos que digan: este autor merece la pena. Digan lo que digan las apuestas en Ladbrokes.

Porque hago una lista de autores por los que pondría la mano en el fuego y me salen unos cuantos premiados: Beckett, Coetzee, T.S. Eliot, Juan Ramón Jiménez, Brodsky, Gide, Pasternak, Camus, Milosz, Bashevis Singer, Heaney, Kertész, las citadas Szymborska y Müller…

Porque Benito Pérez Galdós estuvo a punto de ganarlo (en 1915) pero los que leemos en español tenemos la suerte de saber lo grande que es Galdós aunque no le dieran el premio.

Porque es mejor que se lo den a un autor que no conoces. Aunque no sea Philip Roth. Porque Alice Munro lo merece, pero nosotros ya sabemos que Alice Munro lo merece. Porque sigue concediendo a la poesía la importancia que tiene. Porque su prestigio es mayor que el de cualquiera de sus candidatos, vamos, que no se premia a sí mismo como hacen tantos sucedáneos. Porque lo conceden sin preguntarle al premiado si irá a Estocolmo a recogerlo. Porque es un premio político y hasta geopolítico, lo mismo que la literatura.

Porque así se cuece un premio Nobel, según El premio Nobel de Literatura, un libro del académico Kjell Espmark publicado en español por la editorial Nórdica en traducción de Marina Torres. Está lleno de curiosidades (Unamuno estuvo a punto de ganarlo en 1935 pero ese año no se concedió el premio) y de razones para fiarse del Nobel (nunca ha pretendido señalar al mejor escritor del mundo —“algo así no existe”, dicen— sino a “uno muy bueno”). Por todo esto me fío del Nobel.

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