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Posverdad y medios de comunicación

De acuerdo con una corriente de opinión, nuestro país sería el escenario, desde hace ya algún tiempo, del fenómeno de la posverdad. Lo que resulta paradójico es que cada quien ofrece un significado muy personal de esa palabra, al punto de reducirla a un simple neologismo del vocablo “mentira”. Por ello, varios comunicadores señalan que el fenómeno supone un desafió para la labor periodística y los medios de comunicación tradicionales.

En un texto esclarecedor de Jordi Ibáñez (En la era de la posverdad), varios autores afirman que más allá de la importancia lexicográfica del término, su origen anterior a la presente década, y su puesta de moda desde hace tres años (en ocasión de la celebración del brexit y las elecciones estadounidenses), el fenómeno de la posverdad habría adquirido sentido a partir de la confluencia de dos hechos. En primer lugar, el advenimiento del periodo de la llamada posdemocracia, caracterizado por la falta de confianza política, la crisis de representatividad, el cinismo político y la despolitización. En segundo lugar, el advenimiento de la sociedad de la información y la comunicación, que habría devenido en la constitución de las redes sociales como principales ámbitos de socialidad, donde “las experiencias de los sujetos se igualarían y se confundirían entre la presencia y la ausencia”.

Ambos hechos combinarían desencanto y socialidad virtual, produciendo así a un ciudadano que solamente leería y escucharía lo que le gustaría oír y escuchar, sin preocuparse de lo que es verdad y lo que es mentira; y constituyéndose en un medio de la comunicación indiferente a los hechos. Tal condición facilitaría el ilusionismo, la mala fe y el engaño, que afectarían por igual al ciudadano informado y al ciudadano incapaz de discernir racionalmente la información. Por tanto, posverdad serían “las falacias” y las “trampas argumentales” que se sostendrían por la reiteración y el martilleo de un batallón de medios de poder exponencial, a los cuales se tendría acceso no regulado, por lo que las apelaciones, las emociones y las creencias personales influirían más en la formación de la opinión pública que los hechos objetivos o sustentados en evidencias. La lucha por la hegemonía en términos discursivos se libraría así en el mundo virtual.

Por eso, los efectos negativos de la posverdad serían indiscutibles, tal como lo reconoció recientemente la red social más importante, así como influyentes personalidades, que advierten de los peligros de las fake news, o noticias falsas, en el funcionamiento de la democracia. Pero a pesar de ese reconocimiento, el remedio no es fácil de imaginar, incluso si desde la vereda de enfrente connotados periodistas afirman que al no poder superar las redes sociales la prueba de fiabilidad, ofrecen ahora la posibilidad del repunte de los medios de comunicación tradicionales, cuyo “retorno” se produciría en nombre de la verdad, o al menos de la “suspensión de juicio”.

La duda aplica también para el caso del país, ya que aquí las noticias falsas han venido definiendo a la opinión pública como aquella que los medios de comunicación tradicionales solían producir. Empero, precisamente el desafío más importante para estos medios consiste en liberarse de su posicionamiento político e ideológico que los ha acompañado siempre, y si serían capaces, en consecuencia, de abstraerse del sensacionalismo, que ahora se llama noticia falsa. Como ocurrió recientemente con un medio de prensa escrito opuesto al Gobierno, el cual, la tarde en que se produjo el desborde del río Tupiza, publicó en su portal de internet que la fatalidad había dejado tres personas muertas, noticia que desapareció minutos después.