Icono del sitio La Razón

El soberano

Más allá de sus resultados, los ejercicios de referéndum y consulta ciudadana que se realizan en diversos países del continente son un terreno abonado para la reflexión sobre diversos temas conexos. Uno de ellos es la naturaleza del llamado soberano. En este tiempo es común, sino una moda, afirmar que el soberano es el pueblo amparado en normas constitucionales y derechos universales que le otorgan poder decisorio a sus voluntades mayoritarias, articulando intereses colectivos y expresándose mediante mecanismos institucionalizados como los procesos electorales, la consulta, los referéndums, los diálogos, los cogobiernos y otros que deberían servir como bases de opinión, sugerencia y control social.

El soberano, término que se deriva del latín soberanus, se refiere a quien detenta soberanía o ejerce autoridad. En política es quien ejerce potestad sobre un territorio, un acontecimiento, una población o un destino. Potestad que puede ser adquirida, legitimada por tradición o delegada; y bajo cualquiera de estas formas, naturalizada como un modo de ejercicio del poder.

Específicamente, soberanía se refiere a los atributos para decidir sobre las dinámicas que se desarrollan en determinados territorios y sociedades. Por ejemplo la soberanía de los países para decidir sus destinos libremente, sin presiones ni condicionalidades externas. Por este sentido, soberanía se convierte en un derecho innegociable e intransferible; y el rol del soberano se explica en la relación autoridad/poder-territorio/sociedad-derechos/leyes.
El monarca es el soberano cuya potestad hereditaria de gobernar y decidir se considera un atributo divino. En el mismo sentido, pero sin la gracia de Dios sino por el poder que otorga la fuerza acompañada de la manipulación persuasiva, las dictaduras se imponen como el soberano autoritario, legislador, árbitro y jefe supremo.

En los regímenes republicanos, las sociedades delegan su soberanía a gobernantes que deberían representar, administrar, articular y orientar sus voluntades y aspiraciones en derroteros comunes. Estas delegaciones representadas constituyen, sin lugar a dudas, superaciones radicales de las anteriores formas de soberbia soberana.

No son categorías estancas, se entrecruzan, hay “dictablandas” y también “democraduras”. Es así que en ocasiones ciertos sistemas representativos se adosan de opacidades y entramados que distancian a los ciudadanos (o gobernados) de los aparatos de Estado que se trasmutan unidireccionales, convirtiéndose en dispositivos de control, de dominación y de despojo con potestad normativa. Así, el soberano que debería representar a sus representados velando por los intereses supremos de las naciones, al alejarse de la escucha, la consulta y el diálogo, opta por la cooptación y acaba convertido en gestor de democracias desvariadas e inconclusas.

El pueblo convertido en el soberano transforma sus voluntades en decisiones para canalizarse como vinculantes o de obligatorio cumplimiento; adquiere el derecho a la información y rendición de cuentas; ejerce sin limitaciones la exigibilidad de sus derechos ciudadanos; y asume a plenitud, sin exclusiones, ni privilegios, ni discriminaciones el poder constituyente que por ley le corresponde y otorga para su cumplimiento a sus representantes.

Para caracterizarse como el soberano en la relación autoridad-territorio-ley, las monarquías se amparan en la tradición y los autoritarismos, en la imposición y manipulación. Los gobernantes electos son el soberano que representa, canaliza, lidera y orienta las voluntades con la primacía del bien común. Y el soberano pueblo, arropado por legislaciones y legitimidades históricas, expresa su voluntad democrática como un derecho.