El recientemente formado partido político de la Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común, agrupación política que surgió luego de que las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) dejaran las armas, ha tenido una bienvenida a la política colombiana que parece una pesadilla. Tres hechos se han presentado. Por un lado, poco más de una treintena de exguerrilleros han sido asesinados. Al menos seis de ellos por la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN) que aún queda en armas, otros 12 por el grupo neoparamilitar llamado Clan del Golfo y el resto sin autor identificado. Además, han tenido que suspender actos políticos ante amenazas inminentes de atentados. A esta situación de violencia se le debe sumar los cerca de 20 líderes sociales asesinados en tan solo 40 días en Colombia y que suman 130 desde la firma del acuerdo de paz.

En segundo lugar, desde finales de febrero, los militantes del partido comenzaron su campaña política. Los primeros días, la ciudadanía reaccionó con curiosidad, pues observar a los antiguos guerrilleros caminando por las urbes tenía su atractivo. Pero luego se presentaron hechos realmente violentos: el primero en Armenia, capital del departamento del Quindío. Allí, el jefe de las FARC tuvo que salir escoltado, ya que un grupo de personas se agolpó a la salida del recinto donde se encontraba para insultarlo, tirarle piedras, botellas de agua y agredir a su escolta personal. Unas horas después sucedió lo mismo en Cali. Allí la situación fue más grave. Para poderlo sacar se tuvo que llevar a la Policía Antimotines. Lo mismo sucedió con el cabeza de lista al Senado del partido de la Fuerza del Común, Iván Márquez, quien debió cancelar un evento en la ciudad de Florencia.

Todo indicaba que estos incidentes eran producto de una concentración espontánea de personas que se agrupaban para insultar a los exguerrilleros. Líderes de opinión, periodistas y políticos manifestaron que era “entendible”, pues había odio dentro de la sociedad. Solo el Gobierno Nacional, unos pocos líderes de opinión y la comunidad internacional cuestionaron este tipo de hechos. Pero luego de lo que sucedió en Cali se comprobó que no se trataba de manifestaciones espontáneas, sino que detrás había agitadores profesionales, al parecer ligados a partidos de la derecha.

El cálculo político de los partidos de derecha parecía sencillo: incentivando este tipo de hechos, los medios de comunicación los iban a registrar como noticia de primera plana, y ello llevaría a un efecto cadena para motivar el voto a partir de encender el odio a las FARC en la ciudadanía. Los discursos de los líderes políticos de la derecha estaban preparados. Eran una copia de lo mismo que se escuchaba días antes del plebiscito por la paz. En todo caso, eso de provocar acciones violentas en medio de campañas políticas era jugar con candela. Días después, la sede de campaña de Uscátegui, uno de los miembros más fuertes de la derecha, fue atacada en Bogotá en medio de protestas estudiantiles. En la entrada se pintó un letrero que decía “paracos” (paramilitares). Al mismo tiempo en Medellín, Aída Avella, una de las víctimas de la persecución estatal y paramilitar en el siglo XX que recientemente retornó al país, fue agredida por políticos de extrema derecha. Avella fue tratada de terrorista y guerrillera por ser de izquierda.

Por último, las FARC se han topado con los obstáculos de la burocracia estatal, como el no haber recibido hasta ahora el dinero para poder financiar su campaña política. En todo caso, lo que más preocupa son los hechos de violencia. El Gobierno nacional convocó hace varios días a un pacto de no agresión en medio de la campaña electoral, solo el Partido Verde, el Polo Democrático se pronunciaron a favor. También convocó a un pacto para rechazar crímenes contra líderes sociales, y solo el partido de la Fuerza Alternativa del Común lo suscribió. Solo odio es lo que se respira en esta campaña electoral. Y cuando esto ocurre en Colombia, el odio viene acompañado de sangre. Parece una historia que se ha vivido en otro tiempo.