Desastrosa gestión de riesgos en Bolivia
El Estado no logra convertir el elevado nivel de burocracia en resultados concretos.
En las últimas semanas, varias regiones del país han sufrido severas inundaciones y el desborde de ríos, que a su vez han causado no solo pérdidas materiales y económicas de consideración, sino también pérdidas humanas. Según el último recuento elaborado por el Viceministerio de Defensa Civil (22 de febrero), al menos 17.200 familias se han visto afectadas por el embate de la naturaleza. Esta situación ha obligado al Gobierno nacional a declarar, a través del Primer Mandatario, el estado de emergencia en varias regiones, con el fin de movilizar recursos para la atención de los damnificados. Más allá de la declaratoria de emergencia como tal, sorprende el procedimiento que se sigue en el país a la hora de atender las emergencias. Si bien el Estado cuenta con una serie de instituciones especializadas en la gestión de riesgos, no logra convertir ese elevado nivel de burocracia en resultados concretos de garantías y resiliencia frente a eventos climáticos extremos.
Por ejemplo, el Viceministerio de Defensa Civil tiene a su cargo el Sistema Integrado de Información y Alerta Para la Gestión del Riesgo de Desastres (Sinager-sat), el cual a su vez se compone de otros subsistemas como el Sistema Nacional de Alerta Temprana para Desastres (Snatd), el Observatorio Nacional de Desastres (OND), la Infraestructura de Datos Espaciales (Geosinager) y la Biblioteca Virtual de Prevención y Atención de Desastres (Bivapad).
En teoría estamos hablando de una organización institucional bien organizada, que da la impresión de realizar un trabajo coordinado e integral, generando información de variables climatológicas, construyendo escenarios probables e informando oportunamente a los municipios y departamentos acerca de la inminencia de eventos climáticos extremos. Sin embargo, en la práctica, la coordinación entre los diferentes niveles de gobierno (municipal, departamental y nacional) brilla por su ausencia, lo que desencadena episodios de duplicidad de funciones, intervenciones tardías, burocratización de los conductos para canalizar la asistencia humanitaria desde las áreas afectadas y, lo que es más grave aún, mantiene en situación de vulnerabilidad a los damnificados en aspectos tan básicos como el acceso al agua potable, alimentos y seguridad física, tanto de los afectados como de sus viviendas y pertenencias.
Si bien en los municipios se han implementado las unidades de gestión de riesgos (UGR), éstas no cuentan con el presupuesto suficiente ni los recursos humanos calificados para poder intervenir en sus ámbitos. Coincidentemente no existen escenarios de coordinación ni planificación para la prevención, atención y reconstrucción en situaciones de emergencias, en las que todos los niveles territoriales deberían tener funciones claramente definidas y los recursos necesarios para ejecutarlas. Nuevamente todo el proceso de planificación se consolida en un manual de procedimientos donde no solo las entidades territoriales participan, sino que además en teoría se incorpora a todos los sectores y organizaciones de la sociedad civil, y supuestamente se somete continuamente a prueba, a través de simulacros controlados de forma que la amenaza o el riesgo formen parte de la conciencia colectiva.
Pero en su lugar tenemos declaratorias de emergencia nacional que solamente habilitan la libre disposición de los recursos públicos para la atención inmediata de las emergencias. Sin una planificación previa, se hace un uso discrecional de los recursos públicos. Las buenas intenciones se sobreponen a la racionalidad que un Estado debería mantener a la hora de administrar sus arcas. Sin embargo, el país mantiene una lógica peligrosa donde la improvisación ha sustituido a la planificación. Existen múltiples caminos para encarar la gestión de riesgos, pero Bolivia no ha elegido ninguno, nos enfrentamos a desastres por partida doble, los naturales y los de capacidad institucional.