El 25 de enero de 2018, en la víspera del Día Internacional de las Víctimas del Holocausto, el Parlamento de Polonia aprobó una ley que prohíbe utilizar la expresión “campos de concentración polacos” y, sobre todo, que prevé penas de prisión de hasta tres años por “atribuir falsamente los crímenes de la Alemania nazi a Polonia”.

Algunos se molestaron con la parte de los campos de concentración polacos, pero lo importante era el claro intento de los parlamentarios de ahogar el debate sobre la historia del Holocausto. Ante las críticas, las autoridades polacas se pusieron primero a la defensiva y luego pasaron al ataque. Para entender lo ocurrido debemos retroceder un poco.

Hace exactamente 50 años, las autoridades comunistas de Polonia emprendieron una cruel campaña antisemita que expulsó al exilio a los últimos judíos supervivientes del país. Los medios de comunicación se llenaron de grandes exclamaciones, “¡Los sionistas a Sion!”, y el primer secretario del Partido Comunista exigió que los judíos polacos se apartaran de los puestos de autoridad, que exigían “cierto grado de patriotismo polaco”. Los llamados “sucesos de marzo de 1968” fueron una de las poquísimas campañas de propaganda comunista que encontró eco en la sociedad polaca. Por desgracia, el antisemitismo siempre ha sido un elemento, quizá incluso un elemento constituyente, de la cultura polaca. Los sentimientos antisemitas, que ya eran fuertes antes, se reforzaron aún más durante la Segunda Guerra Mundial, y siguieron siendo importantes después, incluso cuando la comunidad judía en Polonia desapareció. Una de las características del antisemitismo es que puede persistir y prosperar durante generaciones, incluso aunque no haya judíos.

La caída del comunismo en 1990 introdujo la democracia y la era de la sociedad abierta, pero también los demonios del pasado. Los optimistas, sin embargo, decían que el tiempo y la educación los eliminarían. La prueba de fuego llegó en 2001, con la publicación de Vecinos, de Jan T. Gross, un estremecedor relato sobre los habitantes de un pueblo polaco que asesinaron a sus vecinos judíos en 1941. El libro desató un tremendo debate y mucho examen de conciencia. El mito de la inocencia nacional, de la superioridad moral de nuestros antepasados frente a unos enemigos más fuertes y despiadados es uno de los rasgos definitorios de la identidad nacional polaca.

Reconocer la complicidad con el Holocausto es poner en tela de juicio las convicciones de millones de polacos. Pero la realidad histórica es más compleja que la visión idealizada de toda esa gente. Y esas verdades desagradables, incómodas e indignantes están asociadas en su mayoría al Holocausto.

Puede ser útil hacerse unas cuantas de esas “preguntas incómodas” que los nacionalistas polacos desean evitar. Por ejemplo, sobre el grado de complicidad de ciertos sectores de la sociedad polaca con los alemanes en el genocidio de los judíos: como explicó Jan Karski en su informe de 1940 para el Gobierno polaco en el exilio, el odio a los judíos formó “un estrecho puente en el que se encontraron los alemanes y grandes sectores de la sociedad polaca”. O sobre el robo masivo de bienes judíos por parte de sus vecinos polacos. O sobre el papel de la letal Policía Azul polaca y los destacamentos de bomberos voluntarios en la liquidación de los guetos y la persecución de los judíos fugados y desesperados. ¿Qué formas de control social permitieron mantener los guetos abiertos y semiabiertos en provincias sin seria presencia alemana?
Fuera de Polonia, pocos recuerdan que allí había más de 3 millones de judíos y que su exterminio se produjo delante de 20 millones de polacos. Que ser espectador indiferente no era posible: el Holocausto involucró o afectó a todos los polacos porque sucedió literalmente delante de sus casas. Negar este simple hecho, no reconocer el pasado, es uno de los principales motivos de que ahora pretendan regular la historia a base de leyes.

En la primera década de este siglo, el relato nacional polaco abordó las complicadas relaciones con los judíos de diversas formas, en general con el propósito de que dejara de representar una amenaza para la conciencia nacional, tranquila y triunfante. La matanza de Jedwabne en 2001, por ejemplo, se presentó como un acto aislado, una aberración. Las autoridades construyeron, reforzaron y difundieron el mito de los buenos polacos que salvaron judíos y pretendieron hacer creer que el extraordinario comportamiento de aquellos pocos valientes fue lo normal durante la guerra, la actitud habitual de la sociedad polaca. Es una falacia histórica que choca con las abrumadoras pruebas existentes en contra: los buenos polacos tenían terror a los alemanes, pero todavía más a sus vecinos. La sociedad polaca sentía escasa simpatía por los judíos, y los que les ofrecían refugio sabían que no contaban con el apoyo de los demás. Al contrario, tuvieron que hacer frente a la hostilidad general y a las denuncias frecuentes y mortales. La exclusión y el miedo de los buenos polacos no terminaron en 1945, con la liberación. El hecho de que todavía en los años 90 muchos pidieran que los premios que se les otorgaban permanecieran secretos, para que sus vecinos no se enteraran, es significativo.

A los nacionalistas les da igual: hace un año, las autoridades polacas inauguraron un Museo de los Polacos Justos en Markowa, dedicado a la memoria de la familia Ulma, que acogió a varios judíos. El museo cuenta bien la historia, pero no menciona que mientras los Ulma escondían a los judíos sus vecinos de Markowa y otros pueblos vecinos registraban áticos, sótanos, cobertizos y establos en busca de los judíos ocultos. Cuando los encontraban, los golpeaban, los robaban, los violaban y los entregaban a los alemanes para ser ejecutados. Esta historia, de acuerdo con la “política historiográfica” polaca, no se cuenta.

Las consecuencias de ese relato pensado para lavar conciencias y servido a un país bien dispuesto se vieron muy pronto, aunque no se reconocieron. Según una encuesta de 2015, la mayoría de los polacos relaciona Auschwitz con el sufrimiento de los polacos, no de los judíos. Otro sondeo del mismo año entre estudiantes de bachillerato averiguó que la mitad creía que Jedwabne (el lugar en el que los habitantes polacos encerraron a sus vecinos judíos en un establo y los quemaron vivos) era un sitio en el que los nazis habían matado a los polacos que ayudaban a los judíos. Es difícil encontrar un ejemplo más notorio de burla de la historia del Holocausto; como es difícil encontrar un ejemplo mejor de campaña nacionalista que haya logrado alterar la memoria pública de aquella trágica época.

Es catedrático de Historia del Holocausto en la Universidad de Ottawa.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.