Los mitos de la agricultura orgánica
Estas poses perjudican el desarrollo de una agricultura que contribuiría a la mitigación del Cambio Climático.

Una de las principales razones por las que la agricultura orgánica avanza lentamente en el mundo es la posición antitecnológica que adoptan muchos de sus defensores. De 3,48 millones de hectáreas (ha) cultivadas en nuestro país, la superficie con agricultura orgánica (producción de alimentos sin utilización de agroquímicos) alcanza solo a 2.465 ha. Lo paradójico de estas poses es que perjudican el desarrollo de una agricultura que, con un amplio acceso a la tecnología, permitiría la expansión de policultivos libres de combustibles fósiles, facilitando la mitigación del Cambio Climático.
Su gran debilidad es su bajo rendimiento, que ocasiona un serio desperdicio de agua y de tierra arable, ya que los rendimientos de los cultivos orgánicos son un 50% menores que los que se alcanzan con cultivos convencionales. Es decir que para lograr con agricultura orgánica los rendimientos actuales de los cultivos agroindustriales, que significan ingresos concretos para el erario nacional, necesitaríamos el doble de superficie cultivable, incrementando la amenaza a los bosques y a zonas de alto valor de conservación.
Existe una amplia desinformación acerca de los alimentos orgánicos debido a que en la mayoría de los casos el simple sello orgánico es una licencia para no informar, lo que contrasta con los productos convencionales o los de OMG, a los que se les exige una descripción detallada de sus procesos. De ahí que se omite difundir que las prácticas orgánicas también tienen efectos importantes sobre el medio ambiente, como la lixiviación de nitratos en aguas subterráneas y los efectos nocivos del uso de compost, que en gran escala genera cantidades importantes de gases de efecto invernadero, además de ser fuente de bacterias patógenas en los alimentos.
Otro “mito verde” es afirmar que la agricultura orgánica no utiliza pesticidas, siendo que se emplean comúnmente diversos productos químicos (que mayormente contienen cobre y azufre) en cultivos y procesos, muchos de los cuales son más tóxicos que los “sintéticos”. La agricultura orgánica no podría existir sin los avances en genética, riego, reutilización de residuos o manejo integrado de plagas; por lo que las posturas antitecnológicas son parte del mito.
La licencia para no informar de un sello orgánico (lo que nos recuerda la ambigüedad de la industria del tabaco) es una estrategia de mercadeo; no certifica que un alimento sea más sano ni más nutritivo. Está diseñada para capturar un mercado apasionado por la mitología verde y para envolver a élites de nutrición rebuscada que creen en la falacia de que los alimentos naturales existen. Las posturas oficiales de defensa de los alimentos orgánicos se adoptan por sus réditos políticos, no por factores de nutrición y salud. No se basan en la ciencia ni en la tecnología, sino en el clientelismo.
En un país como el nuestro, en el que la obsesión debería consistir en revertir el dominio de los hidrocarburos y la minería en nuestra economía, es muy importante entender que la única forma de sustituirlos es a través de una producción agropecuaria de alto rendimiento, con uso eficiente de los recursos (agua, suelo, genética) para que sea sustentable, enfrentando el desafío de lograrlo sin el uso de combustibles fósiles.