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El camarada Putin

Fiel a su difundida declaración de que la implosión de la Unión Soviética “fue la más grande catástrofe geopolítica del siglo XX”, la era de Putin se caracteriza por un notable fortalecimiento interno de la Federación Rusa, cuyo orgullo nacional restaurado mitiga los tropiezos que causan a la economía las sanciones impuestas por Occidente como reacción de impotencia ante su estrategia externa reflejada en sus recientes éxitos políticos y militares. Con esa nueva imagen del inmenso país, Vladimir Vladimirovich recogió en las elecciones del 18 de marzo cerca del 77% de los votos emitidos, para cumplir un cuarto mandato presidencial, que finalizará en 2024.

Todo un récord de longevidad política que sustenta sus excursiones bélicas para la anexión de Crimea (donde obtuvo el 92,2% de los sufragios) y la presencia militar rusa en Siria, por la que Bashar al Assad le debe su sobre vivencia. En ambos escenarios, las potencias occidentales involucradas fracasaron en el ajedrez diplomático, en sus acciones armadas y en sus medidas de presión. En cambio Putin logró instaurar una troika imbatible en la región, junto con Irán y Turquía (país que irónicamente es un prominente miembro de la OTAN).

Por las razones expuestas, resulta altamente insensato culpar al Kremlin del envenenamiento con órgano fosforato neurotóxico (VX) del exagente doble Sergei Skripal y de su hija Yulia en Salisbury, a solo dos días de las elecciones presidenciales. La estruendosa reacción británica arrastró consigo a toda la Unión Europea y a Estados Unidos, motivando la expulsión de 154 diplomáticos rusos como represalia al supuesto atentado. Naturalmente Rusia respondió la malsana cortesía con iguales medidas, al negar implicancia alguna en el envenenamiento.

Al respecto, no puede dudarse del talento del líder ruso de dispararse al pie en momentos en que se jugaba su destino ciudadano en las urnas. Mi lectura del penoso episodio es que todo el embrollo obedece a querellas intestinas entre agentes de los servicios de inteligencia rusos; sin excluir algún interés bastardo de alguna de las tantas mafias rusas que, en complicada maraña, han hecho de Londres su bastión favorito para ocultar fortunas de origen inconfesable, a tal punto que al lujoso barrio donde se han instalado los “oligarcas” se lo apoda Londongrado. Además, no sería ocioso conjeturar que ese golpe hubiese sido digitado para estropear justamente la victoria electoral de Putin.

Paralelamente, la prensa internacional dedicó páginas enteras a escudriñar el sulfuroso pasado del Mandatario peterburgués. Su pasantía como coronel de la KGB destinado a Dresde, en la otrora Alemania Democrática; su sangre fría al destruir la documentación ultrasecreta de la agencia mientras iracundas multitudes demolían el muro de Berlín; su fulgurante ascensión al mando supremo de la Federación, consolidando su férula al control del Estado sin vulnerar la Constitución, al dejar a su fiel Dmitri Medvedev al cuidado temporal del solio presidencial, reculando él mismo a un premierato todopoderoso; su pasión por las artes marciales y la cultura física hacen de Vladimir Putin (65) un animal político fuera de lo común.

Al presente, el asedio diplomático y las sanciones económicas impulsadas por la Unión Europea, la OTAN y Estados Unidos no tendrán el efecto desestabilizador que intentan, y más bien provocan en el pueblo ruso la autoestima patriótica frente a las adversas circunstancias. Por motivos diferentes, Trump, quien desdeña el análisis y prefiere las pulsiones instintivas, pese a las advertencias de los halcones que lo circundan felicitó a Putin minutos después de haberse anunciado su triunfo, y hoy se apresta a recibirlo en la Casa Blanca en futuro muy cercano. Esa eventualidad tiene mucho que ver con las frescas aproximaciones hacia Corea del Norte y la revisión del acuerdo nuclear con Irán. En suma, Rusia se ha vuelto un factor insoslayable en la política internacional y el camarada Putin, un jugador que apuesta a ganador, a la vez temible y respetado.