Icono del sitio La Razón

Cervantes, pese a las ignominias

El próximo 23 de abril será el Día del Libro, la Lengua y los Derechos de Autor, fecha que alude a cuando, en 1616, murió don Miguel de Cervantes Saavedra, el padre del idioma castellano. Tres festejos en honor del más desventurado de los creadores literarios, un ser que anduvo vapuleado por la pobreza, la maledicencia y la ingratitud, siempre.

Niño con hambre, Cervantes fue sacado de la escuela por tartamudo; su padre quiso evitarle el bullying y le ordenó no hablar en público y dedicarse solo a leer. En su juventud padeció cárceles y afrentas. Los traficantes de gente lo encadenaron en Argel por medio año, junto con unos moros convictos. Para ganarse un dinero, Cervantes se hizo soldado de paga, pero en la batalla de Lepanto (1571) las esquirlas de un cañonazo le hicieron perder el brazo izquierdo. Exigió ser indemnizado, pero España se burló de él y le birló el billete.

Por necesidad, se empleó como cobrador de impuestos, y su severidad le ganó enemigos entre nobles y villanos. La Iglesia lo excomulgó porque él quiso que los curas pagasen gabelas por el dinero que ganaban vendiendo el cielo. Acabó en la cárcel porque el banco donde depositaba las recaudaciones quebró y los dueños usureros huyeron. Sus hermanas, Magdalena y Andrea, se prostituyeron para pagar la fianza que le fijaron para salir libre. Tuvo amoríos con Cilena, una lavandera, con la que procreó un hijo que se llamó Promontorio. Ella lo dejó, llevada de su desolación y pobreza.

Don Miguel solía presumir de su evidente capacidad intelectual y buscaba ingresar a los ateneos en procura, además, de un mecenas. Los cronistas y poetas de su tiempo lo rechazaban con insultos. Hoy podría ser creíble que el sardónico Quevedo le hubiese clavado un aforismo cruel: los mancos recaudan más, porque roban solo la mitad.

Por huir de esa lastimante rutina, Cervantes pidió ser nombrado Corregidor de la Ciudad de Nuestra Señora de La Paz, fundada en el Nuevo Mundo 39 años antes. Su postulación, empero, fue rechazada en 1587 porque no tenía antecedentes nobiliarios. Alcurnia, pues. Y así era, Cervantes no había ni acabado la escuela y los fisgones de currículos, alcahuetes del reino en todo tiempo y lugar, le vedaron esa pretensión, privándonos también de haber tenido aquí como autoridad edil paceña nada menos que a ese genio.

Fue Cervantes un Quijote en la España sanchopancesca. Murió en situación de miseria. Su mortaja fúnebre fue la sotana rotosa de un franciscano y nunca se supo dónde quedaron sus restos.

Estaba en prisión cuando Cervantes Saavedra compuso su enorme libro Aventuras del ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha, novela polifónica con todas las voces que hallaron acomodo en nuestra fabla; texto de gracia y tristeza, de realismo y fantasía, delirio y razón, verdad y mentiras. La vida, pues.

Esa gran novela me hizo componer una décima testimonial que comparto: “La vez que leí el Quijote me provocó mucha risa, cierto, lo leí de prisa, pero qué gracia, qué dote del gran caballero al trote. Lo leí de nuevo en coro y me ganó cierto azoro, me puse serio, muy serio. Hoy, lo digo sin misterio, leo Don Quijote y lloro”.