Icono del sitio La Razón

Lula, el final de la izquierda posible

La corrupción es más repulsiva cuando la comete la izquierda, pero socialmente aceptada si se trata de la derecha. Hablamos de un mismo delito que cambia de connotación según su lugar de procedencia. El uso del poder hace la diferencia. La izquierda asume el poder para distribuir la riqueza y la derecha, para defenderla y acrecentar las ganancias empresariales. Moralmente siempre se castigará más a un Lula que a un Pinochet.

En estos momentos parece que estuviéramos asistiendo a una especie de purificación del sistema político. Un baño de transparencia global, el despertar de la capacidad moral del Estado y la sociedad para solucionar los problemas desde la cabeza; el acabose de los privilegios y la constatación que nadie queda fuera de la ley.

Nunca en la historia de este planeta se han juzgado a tantos presidentes y expresidentes: Lula da Silva en Brasil, Jacob Zuma en Sudáfrica, Park Geun-hye en Corea del Sur, Nicolás Sarkozy en Francia, Kuczynski en Perú, etc; aunque esto no puede ser más que un espejismo que demuestra el sesgo autoritario que ha asumido la democracia liberal.

Con los votos o las botas, así se gobernaba en los años 70. Ahora se gobierna a punta de juicios mediáticos o jurídicos. El extremismo jurídico que aplica el sistema es una actitud viciada de una democracia enferma; una democracia hoy más que nunca vulnerable y convertida en una auténtica ficción. Ya no se elige, sino que se legitima. El carácter escénico de las elecciones las ha transformado en un auténtico reality show. Las ideas y los programas se han esfumado. Ahora se vota por la primera presidenta mujer, por el primer presidente negro, el primer presidente indio. Desde que se instauró el voto directo también se lo hizo como un acto mediático: política y medios de comunicación siempre van de la mano.

Hoy más que nunca la democracia se ve confrontada por sus propias contradicciones. La famosa legitimidad es trucha si se ve a un Trump ganando las elecciones con el apoyo ruso y de la filtración de los datos en Facebook; si se ve a un Putin esforzándose por convocar a la gente no porque le preocupe perder en las urnas, sino de subir el porcentaje de su victoria. En el pasado el sistema parecía sagrado y las leyes, intocables; pero hoy quien detenta el poder las manipula a su antojo.

Lula ciertamente ha ingresado a la historia con el marketing de haber sido el primer presidente obrero, por ser el símbolo de una izquierda posible en los tiempos de confusión. Una izquierda que se asimiló al liberalismo y que dejó de soñar en el cambio de estructuras y se propuso mejorarlo; crear un capitalismo de cariz social e intentar convertir a la democracia liberal en el espejismo de igualdad.

Lula fue capaz de crear un puente entre las dos religiones que se enfrentaron en los dos últimos siglos: el liberalismo y el socialismo. Ese puente fue el punto en que ambas estaban de acuerdo: el sagrado crecimiento económico. Ese crecimiento que debía ser el medio de repartir la riqueza, pero que en los hechos fue usado para crear una nueva oligarquía. Con Lula comenzó la serie, y probablemente sea el final de los gobiernos de izquierda que dieron la espalda a la conspiración y creyeron que al cielo se lo asalta democráticamente.