Elegir la metodología de tu clase, escoger qué tipo de profesor quieres o debes ser son algunas de las primeras preguntas que te haces antes de tu primer día de trabajo como docente. Mi pregunta no obtuvo una respuesta inmediata, pasaron días, semanas, muchas horas de práctica… hasta que una frase lo determinó todo.

Fue en una reunión programada después de clases donde se mencionó lo siguiente: “Un pedagogo decía que es imposible que todos los ciudadanos de un pueblo se encuentren sanos, siempre hay uno, dos o más que sufren alguna enfermedad; y lo mismo ocurre en el área educativa, no es posible que todos los alumnos de una clase aprueben, siempre hay uno o más que no cumplen con lo exigido, entonces deben reprobar y se los declara enfermos”.

Cuando escuché esta frase recordé que el sistema educativo tradicional confunde las características únicas de cada estudiante con deficiencias. Recordé que su objetivo consiste en esperar que todos los alumnos sigan un solo modelo educativo y respondan a un mismo método de evaluación. Y aquellos estudiantes que demuestran tener intereses y comportamientos diferentes a lo esperado son diagnosticados con condiciones psiquiátricas, catalogándolos como rebeldes, disléxicos, ansiosos, tímidos, distraídos, hiperactivos… etc.

Entonces decidí que no formaría parte de una costumbre estática que exige orden, silencio y memorización; y descubrí qué tipo de profesora quería ser. Al rechazar aquella frase enunciada por un supuesto “pedagogo” comprendí que la respuesta a mi pregunta se encontraba en la antigua Grecia, que mi modelo pedagógico lo hallaría en Sócrates y en la academia de Platón. Decidí que en mi clase se establecería una educación basada en el diálogo, en la reflexión y la experimentación libre y abierta. Las evaluaciones no se realizarían de forma lineal, se tomarían en cuenta variables como los intereses personales, la situación emocional, la nutrición, las pasiones, la energía y la singularidad de cada uno de mis alumnos.

También decidí que algunos días la lección podría realizarse fuera del aula en espacios naturales y abiertos, que podríamos poner música, disfrazarnos, dibujar, pintar, realizar collages, cómics y juegos de mesa.

En otras palabras, en mi clase la diversidad significaría creatividad, talento, imaginación e ingenio. Porque quiero ser la profesora que comparte una pizza con sus alumnos mientras conversamos sobre política, amor o la muerte. Quiero ser la profesora que aprende de sus alumnos, porque los escucha y se ríe con ellos. Quiero ser la profesora que rompe parámetros y esquemas. Una profesora capaz de innovar y proponer una educación alternativa. Porque si tuviera que elegir una frase, rechazo completamente la del supuesto pedagogo y me quedo con una cita de Jean-Jacques Rousseau: “Me basta con que (mi alumno) sepa encontrar el para qué de todo lo que hace y el porqué de todo lo que cree. Pues, una vez más, mi objetivo no es darle la ciencia, sino enseñarle a adquirirla cuando la necesite, hacerle estimar exactamente lo que vale y hacerle amar la verdad por encima de todo” (Emilio o de la educación, Libro III).